Hablábamos aquí, la semana pasada, de La pata del escarabajo. El caníbal fue la primera novela que John Hawkes escribió. Si aquella no lo era, tampoco ésta es una novela que siga las tradiciones. Para que el lector se haga una idea del argumento (que no es tal, pues en los libros de Hawkes suceden cosas, pero no hay una trama en sí), le emplazo a la contracubierta, que figura más abajo. El autor nos coloca en un territorio devastado tras la Segunda Guerra Mundial. Una ciudad ficticia de contornos apocalípticos, propios de una pesadilla, con un extraño motorista norteamericano que de vez en cuando cruza las calles (y que a mí me recuerda al misterioso tipo de la moto de Amarcord), con uno de los protagonistas que quiere asesinarlo y que, además, es el narrador de algunas de las partes de la novela. Estos son, sólo, algunos de los personajes que el autor baraja.
El porqué del título del libro y la identidad de ese caníbal no los sabremos hasta los últimos pasajes. John Hawkes te sorprende en cada página, y te desconcierta continuamente con saltos hacia atrás y hacia adelante en el tiempo, alternando 1914 y 1945, mezclando géneros e introduciendo al lector en una paranoia escrita con una prosa densa y poética y de gran calidad. Le da a uno la impresión, después de leer el libro, de que Hawkes, en realidad, está describiendo las sensaciones perturbadoras y subjetivas de lo que, en su mente, simboliza la guerra, y que las expresa mediante un puzle algo complicado para el lector, un puzle de estructura compleja y oraciones cargadas de músculo y poesía. Un libro muy difícil, pero muy recomendable; traducido, también, por Jon Bilbao, que ha he hecho un trabajo espléndido. Un extracto:
El americano de la moto no sabía de nuestro país más que sus coroneles, los de las mangas adornadas con águilas, y los sargentos de uniforme verde. Recorría carreteras que se prolongaban más allá del límite de la guerra. Tomaba cerveza en cada parada. El jinete de las llanuras desconocía la desesperación. Esquivaba baches en carreteras que una vez fueron interminables, con las alforjas repletas de ininteligibles garabatos militares, columnas de números, informes personales. No, la desesperación no existía para aquel inconsciente viajero, cuya forma de comunicarse con los tristes lugareños se reducía al silencio, y con sus aburridos compañeros de armas, a un simple “Hola, Mac”. Desde los campos cubiertos de basura y las ramas de los árboles, desde la calcinada biblioteca de la ciudad y las lanchas neumáticas pinchadas que obstruían el canal, hasta las bocas famélicas, hasta los colores del enemigo, hasta las minas sin estallar, hasta los oficiales borrachos y la sífilis, persistía una desesperación no reconocida ni nombrada que nos daba ánimos, permitiéndonos olvidarnos de las prostitutas, de las noticias sobre el enemigo, de las casas en ruinas y de los puestos de vigilancia americanos. Nos infundía ánimo a nosotros, los centinelas emboscados, sobre quienes en el futuro escribirían los historiadores. Atacaríamos al enemigo, aunque solo se trataba de un acto desesperado y aislado.
[Traducción de Jon Bilbao]