Fidelísima adaptación de la novela que recomendé aquí la semana pasada, Los descendientes, sin embargo, contiene las señas de identidad del cine de Alexander Payne: hay algunas frases de su cosecha y, en general, el tono de la película es un poco más crudo que el del libro. Payne es el cineasta que siempre enseña las taras y debilidades del ser humano: tanto físicas (en sus películas jamás oculta los granos, las arrugas, los michelines, las mollas… véase, a ese respecto, el cruel plano en el que Robert Forster, con chanclas y calcetines, mil arrugas y un cabello ya ralo, se acerca a la cámara tras la noticia que acaba de darle el personaje de George Clooney: pocas veces hemos visto un retrato tan duro de la vejez y del dolor) como morales (sus criaturas suelen sufrir desde el principio hasta el final de la película; véase al propio Clooney, aquí en una de sus mejores interpretaciones, dando vida a un tipo que está jodido durante todo el metraje). Para redondear el reparto, incluye a secundarios familiares para el público (Judy Greer, Beau Bridges, Matthew Lillard) y, sobre todo, a dos grandes descubrimientos: Shailene Woodley y Amara Miller, que interpretan a sus hijas.
Payne, apoyándose en la novela homónima, ha logrado una de sus películas más perfectas, un retrato desolador de la familia, de la pérdida, del perdón y la infidelidad, de las necesidades de cada hombre por perpetuarse para que el legado de su descendencia jamás se pierda. Ya lo advierto: aunque no falta el humor, uno sale tocado de esta gran película, triste y a la vez necesaria.
Payne, apoyándose en la novela homónima, ha logrado una de sus películas más perfectas, un retrato desolador de la familia, de la pérdida, del perdón y la infidelidad, de las necesidades de cada hombre por perpetuarse para que el legado de su descendencia jamás se pierda. Ya lo advierto: aunque no falta el humor, uno sale tocado de esta gran película, triste y a la vez necesaria.