No pierdas el tiempo criticando a los otros, censurando sus obras; haz la tuya, dedícale todas tus horas. El resto es fárrago o infamia. Sé solidario con lo que es verdad en ti e incluso eterno.
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James Joyce: el hombre más orgulloso del siglo, porque quiso –y en parte alcanzó– lo imposible con el empecinamiento de un dios loco y porque nunca transigió con el lector y no estaba dispuesto a ser legible a toda costa. Culminar en la oscuridad.
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El apego a las personas es la causa de todos nuestros sufrimientos, pero está tan anclado en nosotros, que, si cede, toda la economía de nuestro ser resulta desequilibrada.
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Todo lo bueno o malo que tengo, todo lo que soy, se lo debo a mi madre. Heredé sus males, su melancolía, sus contradicciones, todo. Físicamente, me parezco a ella punto por punto. Todo lo que ella era se agravó y exasperó en mí. Soy su éxito y su fracaso.
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La gente sólo se interesa por lo que ocultamos. Todo lo que me habría gustado disimular de mi pasado ha acabado sabiéndose, porque de eso precisamente es de lo que les gusta hablar a nuestros amigos y a nuestros enemigos. Al denunciar nuestros secretos, comienzan a encomiarnos o difamarnos.
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Me juzgarán por lo que haya escrito y no por lo que haya leído. Con demasiada frecuencia pierdo de vista esa verdad de Perogrullo. Siempre, después de haber devorado un libro, me atribuyo algún mérito.
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Escribir un libro, publicarlo, es ser esclavo de él. Pues todo libro es un vínculo que nos ata al mundo, una cadena que hemos forjado nosotros mismos. Un “autor” no llegará nunca a la liberación plena: será un simple veleidoso en todo lo relativo a lo absoluto.
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Nuestros allegados son los menos propensos a reconocer nuestros méritos. Los santos siempre han sido “puestos en entredicho” por sus amigos y sus vecinos.
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Un día preguntaron a Fontenelle, casi centenario, cómo había conseguido tener sólo amigos y ningún enemigo.
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El hombre al que podríamos matar sin pena: un “amigo” que nos haya adulado siempre y nos haya dejado sin que sepamos por qué.
[Traducción de Carlos Manzano]