Desde este punto de vista, Beckett está indiscutiblemente –y es el único gran escritor de este siglo que lo está– en una tradición sin par del teatro cómico: duetistas diferenciados, trajes desfasados (falsamente “nobles”, sombreros hongo, etc), serie de números antes que desarrollo de una intriga, trivialidades, injurias y escatología, parodia del lenguaje culto, en especial del lenguaje filosófico, indiferencia con respecto a toda verosimilitud y, sobre todo, obstinación de los personajes en perseverar en su ser, en defender contra viento y marea un principio de deseo, una fuerza vital, que las circunstancias parecen transformar, en todo momento, en ilegítima o imposible.
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Hay que interpretar a Beckett con el más intenso humorismo, en la variedad constante de los tipos teatrales heredados, y solamente entonces es cuando se ve surgir lo que de hecho es la verdadera razón de lo cómico: no un símbolo, tampoco una metafísica disfrazada, mucho menos un escarnio, sino un amor poderoso por la obstinación humana, por el infatigable deseo, por la humanidad reducida a su malicia y a su terquedad.
[Traducción de Ricardo Tejada]