Ya no recuerdo cuántos años hacía que no pisaba Salamanca. Quizá la última vez fuese en alguna Feria del Libro, allá por 2004 o 2005. A esa ciudad, cuna de mis estudios de Periodismo, volví el sábado anterior. La Asociación de Amigos de las Conchas organizaba, entre otros eventos del programa, una mesa redonda con cuatro autores, de los cuales tres hemos vivido o vivimos en Zamora. Pero la mayoría llegábamos desde Madrid. Quise decir, cuando me llegó el turno de hablar, que estaba encantado de volver a Salamanca porque estudié frente al edificio en el que estábamos, La Casa de las Conchas, es decir, que cursé mis estudios en la Universidad Pontificia, y la biblioteca de Las Conchas fue una especie de segundo hogar para mí. Siempre he sido un bicho raro: a la hora de hacer novillos o de matar una hora libre, los demás se iban a jugar partidas al Alcaravan y yo me iba a la biblioteca o a recorrer las librerías de saldo. Pero, entre las prisas y los nervios, al final no lo dije.
En Salamanca hizo, a la vez, un día espléndido, de sol y cielos azules, y una tarde de viento. Antes o después del acto me reencontré con algunos poetas amigos, con algún familiar, con algunos conocidos. Siempre es un placer encontrarse caras conocidas cuando vamos de bolos literarios por ahí: nos ayudan a sentirnos menos solos. Comimos en un restaurante próximo a la Pontificia y a Libreros y tomamos los digestivos en El Corrillo, donde han erigido un homenaje al poeta Adares, aquel viejecito que siempre vendía sus poemarios en plena calle, a tiro de piedra de la Plaza Mayor. Lo recuerdo así: con su barba blanca y boscosa, su gorra, sus paseos artríticos y una cuerda de tender la ropa en la que colgaba, con pinzas, algunos ejemplares. Muchos años atrás participé en un acto de Las Conchas y pensaba que nuestra presentación sería en el mismo sitio: en la sala de actos. Pero no fue así y admito mi decepción: nos tocó hablar y leer en el patio. El patio, para quien no lo sepa o no lo recuerde, es lugar de paso obligatorio si uno quiere acceder a la biblioteca. Por eso, mientras nosotros luchábamos por hacernos entender en medio de las ráfagas de viento que se colaban por arriba, entraban y salían turistas y socios de la biblioteca, pero sobre todo turistas. No voy a explicar por qué lo supe: basta con verlos. Mientras hablábamos, en los balcones del segundo piso posaba una novia recién casada, con su vestido y todo, para el fotógrafo de la boda. Y eso, para algunos de nosotros, despista bastante, te aparta del hilo, hace que se te olviden cosas que pretendías decir.
Otro inconveniente es que, cuando se trata de actos de un programa oficial, léase clubes de amigos, eventos municipales o demás, no entra la gente a la que podría gustarle lo que uno ofrece, sino señoras y jubilados que pretenden matar la tarde y se meten en cualquier lado donde haya un asiento disponible y gratuito. Estoy harto de verlo en Zamora. En Madrid sucede menos, aunque en Fnac no falta el clásico anciano que acomoda el culo y luego te pregunta qué van a ofrecer al respetable. Aún recuerdo cuando presenté un libro en la Feria del Libro de Benavente; el público lo formaban cuatro marujas y algún curioso, y una de ellas dijo: “Bueno, a ver si empieza esto de la poesía”. Yo fui a presentar una novela, pero es que el personal ni lee los carteles. Estos actos, aunque están organizados con ilusión (y vaya mi gratitud para los Amigos de las Conchas), siempre rebajan la autoestima del escritor porque se llenan de gente que no sabe ni lo que va a ver. Y, además, ni le interesa. Sus caras lo demuestran.