Una de las grandes mentiras en las que cae el hombre, y con las que habitualmente nos engañamos, consiste en creerse aquella máxima que proclama que “El tiempo lo cura todo”. Durante varios años lo he comprobado, y ahora sé con certeza que no es verdad. Yo ya lo sabía, tras la muerte de tres de mis abuelos. Es raro el día en que no pienso en alguno de ellos. El tiempo no te cura de las pérdidas; lo único que hace es ayudarte a convivir con ello. Cuantos más años pasan, más echo de menos a las personas que perdí. Me explico: imagina que tienes que separarte durante meses o años de tu novia, de tu madre o de tu hermano. Te vas a vivir a otro país, por ejemplo, y prometes regresar algún día. Al principio te acostumbras a la distancia y a la ausencia. Pero la cuestión es: ¿cuánto resistirás sin verlos, a la novia, a la madre, al hermano, incluso al amigo? ¿Hasta qué punto el hombre aguanta y desde cuándo empieza a sentir que, en efecto, no puede tolerar no ver a dicha persona? ¿Cuánto tarda en comprarse un billete de vuelta, aunque ese viaje no esté planeado? O, al revés, ¿cuánto puede soportarlo quien se quedó en casa y vio a los suyos partir al extranjero? Cuantos más años transcurren, más distancia ponemos entre una y otra persona, y por ello el tiempo no lo cura todo, no alivia la herida, sino que la agrava porque la ausencia mata despacio. Aunque, al menos, nos enseña a convivir con esa herida. Y uno, por supuesto, se convierte en alguien más fuerte.
[En la foto, el escultor zamorano Ramón Abrantes sostiene a mi madre, Ana Franco. Ambos ya fallecidos]