jueves, septiembre 30, 2010

Nos embarga de satisfacción

Cuando uno está leyendo una novela o un libro de viajes o de crónicas y, de improviso, tropieza con el nombre de su ciudad en una frase, cierto orgullo secreto le sacude por dentro. Para un tipo nacido en París o en Barcelona esto no significa mucho, pues las novelas están saturadas de alusiones a esas y a otras urbes. Para alguien que nació en Teruel o Zamora es distinto y nos embarga de satisfacción, pues se supone que Teruel y Zamora no existen (en el sentido de “no cuentan”), y encontrarlas en la literatura supone motivo de gozo porque lo que toca la literatura lo convierte en inmortal o imperecedero. Acabo de leer “Dublinesca”, la última y seductora novela de Enrique Vila-Matas, y en la página ciento uno el protagonista, Samuel Riba, está en un banco y le comenta al director que le gustaría vivir en Nueva York, y el hombre responde: “¿Y no podría ser feliz viviendo, por ejemplo, en Toro, en la provincia de Zamora? ¿Qué tendrían que tener Toro o Benavente, para que usted fuera a vivir allí? Y disculpe la pregunta porque seguramente se la he hecho porque soy de Toro”. La respuesta de Samuel Riba es que, en la soledad nocturna, Nueva York puede resultar menos dramático. No lo dice pero imaginamos en esa respuesta que las luces y neones de N.Y. pueden paliar un poco la tristeza de un hombre solitario, aunque no abolirla. Más adelante, hacia la mitad del libro, y ya en Irlanda, Riba tropieza con un camarero de Zamora en un restaurante y le pregunta por qué emigró de allí.
Ambas alusiones hicieron que me viniese a la memoria uno de los títulos que leí durante este verano: “Las rosas de piedra”, de Julio Llamazares. Es el primer tomo de las crónicas de su viaje por las catedrales de España y, entre ellas, visita la de Zamora. Se trata de uno de los mejores capítulos del libro y no sólo me lo parece por la parte que nos toca a quienes hemos nacido aquí (también hay algunas sanas punzadas de ironía en el retrato de la ciudad): pero es que el escritor se encuentra metido en suficientes situaciones como para enriquecer el viaje y, por tanto, el relato. Y, además, porque también aparecen lugares emblemáticos: la Plaza de Viriato, el Restaurante España, la Plaza Mayor… y, por supuesto, el Duero, “tranquilo como una balsa y azul como el horizonte, por el que se desliza ahora una barquita fluvial”.
Tras leer “Dublinesca”, abrí “Salvo error u omisión”, el libro que recoge una selección de los artículos de Tomás Sánchez Santiago, con la intención de releer algunos párrafos al azar. Y encontré un sabroso fragmento que ya no recordaba: “Y mientras la ciudad altera su compás con continuas obras públicas y cambios en los nombres de sus calles, por lo general impuestos por una desatinada colonización municipal, los barrios permanecen en una hermosa nomenclatura invicta, llena siempre de razón: La Alberca, El Sepulcro, Olivares, Cabañales, San Frontis, San Lázaro, San Ramón, Pinilla…, nombres cargados de memoria sedente y de un aliento cenceño muy distante de esa otra gimnasia ratonera con que la ciudad cambia de rostro”. Dicen que Tolstoi aconsejaba: “Si quieres ser universal, escribe sobre tu aldea” (la traducción de esta frase admite variantes, si uno acude a Google). Me pregunto qué pensarán mis paisanos de estas y otras referencias en los libros, que a mí me entusiasman. Lo digo porque, en suma, tenemos un carácter difícil: los zamoranos somos los más acérrimos defensores de nuestra tierra y a la vez los críticos más duros con los valores que representa y los hijos que dispersa por el mundo o acoge en su regazo.


El Adelanto de Zamora / El Norte de Castilla