Desde niños, nos enseñan a no quitarnos la ropa delante de desconocidos. Llevar la ropa puesta es, en realidad, la regla número uno de nuestra civilización. Incluso un pato o un oso parece civilizado cuando está vestido. Me bajé los shorts vaqueros y me quité la camiseta. Allí estaba yo, desnuda, como un pato o un oso. El hombre me miró seriamente concentrado: mis pálidos pechos, el manojo de vello entre mis piernas. Repartía la vista entre esos polos. De vez en cuando, me miraba a los ojos para asegurarse de que yo lo miraba. Decidí fijar la mirada en su pene, con la esperanza de que ese gesto fuese suficiente, pero, al cabo de unos segundos, me preguntó si me gustaba lo que veía. Otra vez estaba encima del peñasco y los niños, chapoteando en el lago, me gritaban ¡Salta! Pero yo sabía que saltar era lo mismo que morir, tendría que despojarme de todo. Consideré lo que tenía. Ella no había llamado, no llamaría, yo estaba sola y me encontraba allí –ni siquiera en un sentido abstracto, no aquí en la Tierra o en el universo, sino allí, de pie y desnuda ante aquel hombre–. Me metí una mano entre las piernas y le dije: Tu enorme polla me está poniendo muy cachonda.
[Traducción de Silvia Barbero]