El fin de semana estuve en mi ciudad, Zamora. El sábado por la tarde pasé por delante de uno de los cines que tuvo mi familia (inaugurado por mi bisabuelo en 1943) y el último de los viejos cines que se conservaban enteros. Pero ya ha empezado la demolición (las fotos son antiguas porque no llevé la cámara). Me asomé por el cristal roto de una de las puertas. Dentro, un perro pastor alemán custodiaba la sala. Salvo la fachada (que es patrimonio cultural), casi toda la estructura interior estaba hecha migas. Luego, desde la acera de enfrente, le mostré a M. el piso construido dentro, ya que aún quedan algunas paredes y se ven desde el exterior: la cocina, el comedor, el salón… Un poco más allá, al fondo, dormí yo hasta los 12 años, le dije. Y añadí: encima estaba la cabina. La pantalla y los techos habían desaparecido. Se veían cables, ruinas y escombros. Ahora ya no me queda ninguno de los paisajes más importantes de mi infancia (salvo, quizá, la biblioteca pública): todos los cines antiguos fueron ya destruidos por dentro. Porque aquellos locales eran mi patria. Lo admito, me dolió verlo: la demolición exterior propicia la demolición interior. Sin embargo no me he deprimido: así es la vida, durante el camino se van acumulando pérdidas, se pasa otra página y uno trata de seguir adelante.
Hace 12 horas