Esta mañana se cargaron a Bruto, anunció Lucio. Detrás de su plato de acelgas, humeantes como un puñado de tripas calientes, su viejo lo miró sorprendido. Cómo se cargaron. Ya te dije, contestó Lucio. Lo machacaron, andaba hecho un garabato en la pila. La vieja se llevó la mano derecha a la boca y ahogó un hipido en su garganta. Lucio enhebró las tripas verdes y sahumadas con el tenedor, putas las ganas que tenía de seguir comiendo. Vio al perro encogido sobre sí mismo en el interior del plato. Entre los garbanzos y las hebras espesas distinguió incluso su pestañeo. Eso es alguien que os ha querido dar porque vosotros disteis antes. Es lo que tiene andar todo el día jodiendo en la calle. Os habéis convertido en un puñado de golfos degenerados, ya no distinguís lo que está bien de lo que está mal. El viejo de Lucio blandía su tenedor en el aire, mientras alternaba las mascadas con los rebuznos. Te estás convirtiendo en un macarra, en un animal sin oficio ni beneficio, sólo te falta salir a pastar al campo. Lucio hundió la mirada en su plato, desde donde Brutito seguía observándole. No me agaches la cabeza, la voz del viejo se volvió áspera y grave, no eres un sarasa, quiero que me atiendas cuando te hablo. Al volver a elevar la vista, Lucio imaginó que a su padre se lo había tragado un cochino, un cerdo peludo y grasiento con los colmillos manchados de espinacas. El viejo se calentó con sus propias palabras y comenzó a encadenar réplicas e insultos sin pausa, comemierda, chusma, miseria, hasta que muy pronto las expresiones perdieron punzada y se volvieron romas como espadas de juguete. Ya podía seguir con los rebuznos o levantarse y darle un beso, que a Lucio lo mismo le daba, nadie iba a quitarle de la mollera la imagen de su primo con el muñón de perro entre las manos.
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