Por la Quinta Avenida, las luces traseras, todo oscuro,
la calle mojada resplandece,
la ciudad en la que siempre viví, el colegio
y todo lo demás: el amigo de pelo rizado
que me contó lo que había hecho con Faith
en el apartamento de los padres de la chica, en la calle 83,
era tan inocente, igual que tantas otras.
Pienso en las primeras veces, algunas tan cerca de aquí,
el primer pato asado en casa de Ethel Reiner,
en su comedor del tercer piso,
mi primera pelea frente al Ala Egipcia
con dos hermanos flacuchos,
mi primer curso fallido de francés, mi primera
aventura sexual en el Picadilly
ella fue lista y se casó con otro,
la chica del New Yorker que vino a tomar una copa
en Longchamps, el aire terso resbalaba por sus ventanas
como en el camarote de un barco, hacía frío,
el amanecer se acercaba,
toda la ciudad existía para tu felicidad, fajos de periódicos
cada mañana, almuerzos apresurados, salidas nocturnas,
gente nueva, películas, nos abrazábamos como borrachos
en el Metropolitan, torsos sonrosados, todo iba ajustándose
poco a poco a una estructura, el amor hermoso y sosegado,
el vestido ceñido que ella llevaba en la fiesta,
y luego más primeras veces: el apartamento cerca de Gracie Square,
un perro listo, el primer dinero de verdad
un cheque de quince mil dólares,
el primer hijo, una niña, los domingos por la mañana,
la ciudad en invierno, gris y plateada, las ventanas en silencio
a lo largo de Madison Avenue,
colores de Sonia Delaunay, los amigos ricos de los años sesenta
vistiéndose para la cena, gemelos de oro macizo,
las mujeres tendidas en el sofá, las risas, almuerzos en Brittany,
las comidas en el calor del verano, las imágenes brillantes de la tarde,
una mujer desnuda en las alturas del St. Regis, el otoño,
el mordisco helado de la ginebra,
salir con el cuello del abrigo subido, la bufanda,
“Así es como se lleva, querido, con la marca
por fuera, mira, así”,
la primera casa en el campo, la primera chica europea,
la primera gonorrea, los edificios
que iban convirtiéndose en escombros, los ladrones, el divorcio,
en los años sombríos que siguieron llegó el cuadragésimo año,
las primeras arrugas en la frente, los primeros errores,
en el bar una rubia pajiza, la voz perfecta,
tardes de Cole Porter, el crepúsculo que cae,
ropa limpia, recién bañados,
pruébalo todo una vez más, en Gallagher´s está
el fornido campeón sin heridas,
“Acércate y dile algo”,
susurraba ella, “¿Y qué le digo?”,
el rostro hermoso, con gafas,
“Dile que te suena de algo, cualquier cosa”,
mirándole la espalda cuando ella pasaba.
Oleadas de lo que entonces era nuevo,
la arrogante elegancia femenina,
boinas de cuero, chaquetas de color coñac,
al lado de aquel tipo la chica asombrosa,
el elegante jersey rojo, la gorra de paracaidista y
el pendiente en una aleta de la nariz,
bello como un hilo de oro.
Las puertas que se han cerrado, los amigos que han fallado,
La ciudad populosa y humeante,
el primer hastío, el primer desprecio por las alabanzas,
las calles con otro nombre, las promesas no cumplidas,
donde apenas reina la justicia y mucho menos la piedad…
Los coches pasan por la avenida, es tarde,
los rostros jóvenes entrevistos en una esquina,
las otras noches, los otros años bajo la lluvia,
viendo cómo desaparecen,
está oscuro en la proa, ya he cruzado
el meridiano. Ahora todo se ha acabado, todo empieza.
James Salter, extraído de la revista digital FronteraD
[Traducción de Eduardo Jordá]
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