Y las calles se estaban volviendo más duras. Todas las calles del barrio estaban llenas de drogatas, incluso con nieve y frío, que buscaban algo, lo que fuera. En cada portal había muchas caras enfermas con la nariz moqueando y el cuerpo temblando de frío y del mono, con el frío calando hasta la médula de los huesos cuando rompían a sudar de vez en cuando. Los edificios desiertos se extendían durante kilómetros y hacían parecer la ciudad un campo de batalla de la Segunda Guerra Mundial, lo que le daba el aspecto patético y devastado que se congelaba en la cara de la gente que la habitaba, estaban puntuados por pequeñas hogueras mientras cuerpos temblorosos trataban de calentarse y sobrevivir lo suficiente para conseguir algo de droga de un modo u otro, y seguir tirando un día más para así poder continuar con la misma rutina. Cuando alguien pillaba tenía que ir a la seguridad de su casa, o de algún sitio donde pudiera metérselo sin que nadie echara la puerta abajo, le robara la droga y a lo mejor lo matara si no quería compartir algo que era más precioso, en aquel momento concreto, que su vida, pues sin ello su vida era peor que el infierno, mucho peor que la muerte, una muerte que parecía un premio más que una amenaza, ya que ese proceso de retrasar la muerte era la cosa más aterradora que podía pasar. Y así la ciudad se volvía más brutal con el transcurrir de cada día, al dar cada paso, al respirar cada bocanada de aire.
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Hubert Selby Jr., Réquiem por un sueño