Aquel cine céntrico soportaba sobre su techo una especie de torreta, a la que ascendía, sin otro séquito que mi conciencia, cuando necesité curar depresiones y enfados. A esa cúspide se trepaba tras la ascensión de una escalerilla de madera, estrepitosa y tan vertical que daba reparo subir por sus peldaños.
Una vez arriba, se podía divisar la panorámica majestuosa de la ciudad, aspirar un oxígeno menos contaminado y ver a los pájaros que revoloteaban en torno a los tejados. Desde allí, Zamora era diferente. Las cosas se perciben de otro modo desde nuevos niveles, no es que pareciese pequeña o diminuta o desnuda de opulencia; no, desde aquella atalaya donde me curaba las depresiones y los enfados se advertían el cansancio y la tristeza de la ciudad, la tajante división de clases sociales, su alma de siglos, el embrujo de sus fronteras.
Una vez arriba, se podía divisar la panorámica majestuosa de la ciudad, aspirar un oxígeno menos contaminado y ver a los pájaros que revoloteaban en torno a los tejados. Desde allí, Zamora era diferente. Las cosas se perciben de otro modo desde nuevos niveles, no es que pareciese pequeña o diminuta o desnuda de opulencia; no, desde aquella atalaya donde me curaba las depresiones y los enfados se advertían el cansancio y la tristeza de la ciudad, la tajante división de clases sociales, su alma de siglos, el embrujo de sus fronteras.
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José Angel Barrueco, Recuerdos de un cine de barrio