El otro día apostaba aquí por algunos rostros repletos de arrugas y sin embargo fotogénicos. Pero parece que, en estos tiempos, eso se está acabando. No se está acabando lo de fotografiar a alguien de más de cuarenta o cincuenta años, no. Lo que en realidad se está acabando es lo de publicar esas fotos sin retoques. La publicidad y los medios audiovisuales, lamentablemente, están creando un mundo en el que no existen arrugas ni ojeras ni canas ni cicatrices ni verrugas ni granos ni manchas. Aunque ese sea el mundo real, el mundo en el que vivimos, nos lo transforman. Alguna vez hemos llamado la atención aquí sobre ese fenómeno consistente en tirar de PhotoShop para que las caras que aparecen en las portadas de las revistas y en los carteles de cine y televisión sean juveniles. Es una moda que a mí me pone malo y que entraña varios peligros, entre otros motivos porque manipula la realidad, mete la arruga y la experiencia en la lavadora y nos devuelve un entorno en el que terminarán prohibiéndose las ojeras en la publicidad. Ya no basta con que las modelos tengan que sufrir los rigores de las dietas y de una vida llena de privaciones para mantener el tipo como mandan los dictados de las modas, sino que además cambian sus fotos. Les quitan media cara, un poquito de aquí y otro poquito de allá y les roban con el ordenador las caderas, mientras por otro lado aumentan el grosor de los senos, como ocurrió con un anuncio en el que salía Keira Knightley.
Viene esto a cuento de una noticia que he leído en días pasados sobre “la dictadura del PhotoShop”. Parece que en Francia quieren alertar, como ya hacen en Gran Bretaña, de los peligros que entraña el retoque de fotos. Los primeros que se lo tragan son los menores. Las chicas tienen a las modelos y a las actrices más jóvenes en sus pedestales. Las imitan y veneran. Pero esas modelos y esas actrices, y también algunos cantantes, pesan a simple vista, en la foto, aún menos de lo que pesan en la realidad. Los menores acaban creyéndose ese universo juvenil, esquelético y sin fallos corporales que les vende la publicidad. Lo que yo ignoraba es que esto del retoque digital también ha llegado a la política. Ahora muchos famosos ya no parecen ellos mismos en las portadas de las revistas: parecen, más bien, sus clones o dobles en versión descafeinada. O sus hijos. Si un adolescente ya está aterrorizado cuando se mira al espejo y se ve los granos y las espinillas y los cambios físicos difíciles de soportar (no olvidemos el trauma que, por ejemplo en los chavales, supone verse el despunte del bozo; a mí me horrorizaba), si ve que la imagen que le ofrece el espejo no tiene nada que ver con la cara de Britney Spears en la portada de “Superpop” o “Ragazza” ni con el rostro saludable y angelical de Lindsay Lohan, que busque por ahí las fotos de los paparazzi, las fotos que les hacen a esas famosas a traición, sin retoques. Verán que ellas también gastan granos, michelines y ojeras tras sus numerosas fiestas. Hay que enseñarles a los chavales que el mundo real no es el de las portadas de las revistas ni el de los anuncios. El mundo real es su espejo e incluso también el espejo de sus ídolos cuando aún no han pasado por el trámite reparador del PhotoShop.
Si hoy viviera Samuel Beckett, del que yo hablaba en mi artículo del lunes, seguramente veríamos sus fotos retocadas con el ordenador para sustraerle las arrugas y las ojeras, y ya no habría fotogenia ni nada. Sólo veríamos el rostro descafeinado de un tipo que mejoraba los espejos, pero que no parece ni su sombra. Esta maldita manía de los retoques hace que Richard Gere, en los afiches, parezca su nieto.