sábado, octubre 31, 2009

Elogio del proxeneta, de Luis Miguel Rabanal


Me puntualiza Virginia que se asomó a ser achuchada y a charlar pero dio conmigo en el suelo con los vaqueros resbalados, como muerto, desencajado y lívido, empuñando mi pene con las manos y unas gotitas entre amarillentas y blancas sospechosas en la cúspide, con lo cual ella ponderó que habría sucumbido a un orgasmo laborioso y fulminante. Nos reímos ahora porque podemos reírnos sin molestar a nadie que si no… Ella, desnuda como lo suele estar en el relax que media entre cópula y cópula y barullos, los barullos de Virginia son ecuánimes, puso a la Casa putas arriba y recurrió con desparpajo a un Samur. Laura, campechana y feliz, no se lo creía. Charlotte únicamente exclamó ohlalá que estamos apañadas… Betty, deshecha en llanto, observaba con lágrimas sinceras el paisaje y tuvo el aplomo de jabonarme los devueltos y arreglarme el pantalón. Me daban por difunto todos, incluidos los clientes de mis casquivanas que cedieron en la rudeza del flirteo al avistar la batahola y los del gas ciudad. Más adelante, ya en esa casa de locos que tildan de Residencia Sanitaria Virgen Blanca, le notificaron los doctores que el fatal desenlace, tal como ella les aseguraba y ellos confrontaron, no se había producido. No se demorará, descuida. A grandes rasgo fue este el argumento de Virginia.