Mi estancia en Praga está a punto de terminarse. Ha sido un viaje atípico, matizado por la nieve, la lluvia, el aire helado y las preocupaciones. Se trata de una ciudad encantadora, muy tranquila, y en la que abundan, por asi decirlo, los contrastes. Hay dos Pragas, creo. La Praga de Kafka: misteriosa, silenciosa, inquietante, dominada por las leyendas judías, los enigmas y las constantes referencias a la muerte; el aspecto inquietante lo explotan de cara al turismo en las exposiciones y en los museos. Y la Praga de Svejk, referencia inexcusable que nace de la novela Las aventuras del buen soldado Svejk, de Jaroslav Hasek; esta cara de la ciudad se nota en el ambiente tabernario. En muchas tabernas existen un alborozo y una camaradería que no se dan fuera, en las calles o en los edificios públicos o en las tiendas. Los parroquianos sostienen jarras de un litro de cerveza negra, mientras dos hombres (vestidos como el soldado Svejk) tocan el acordeón y el trombón y cantan canciones en distintos idiomas. La otra noche, cenando en U Kalicha, taberna consagrada al antihéroe de Hasek, ocurría todo esto, y más: mientras la peña cantaba y brindaba y reía, sonó la música de cumpleaños para una niña y de la cocina salió un anciano en calzoncillos para entregarle una tarta. Un espectáculo dantesco, insólito y divertidísimo. Aquí comen demasiado. Nunca me acabo los platos y, cuando tras beber cerveza, comer gulash, aperitivos y otras delicias, llega la cuenta, al cambio te sale por unos 12 euros.
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