martes, septiembre 22, 2009

Viajar

A mi entender, demasiada gente se gasta un pastón en terapias, en calmantes, en antidepresivos, en pastillas para dormir y en otros remedios de los que yo suelo escapar. Demasiada gente recurre a la farmacopea o a la charla con el psiquiatra para reparar su estado anímico. Y me temo que no siempre lo necesita. Me explico: me temo que no todos los que usan y abusan de las pastillas lo necesitan de verdad, que no todo el mundo tiene depresiones. No es lo mismo “estar deprimido” que “ser depresivo”. A lo primero estamos sometidos todos. A mí me daban depresiones temporales y pasajeras cada domingo, pensando en que al día siguiente había que ir a clase. Pero no es lo mismo que sufrir depresiones crónicas, esas depresiones que obligan a algunas personas a ingresar en hospitales, a sufrir tratamientos y a pasar largas temporadas en cama. No me refiero a ellos. Me refiero a nosotros, a tipos como yo. A los que nos quejamos de lo dura que es la vida y del estrés que padecemos hasta que nos vamos tres o cuatro días de vacaciones y, entonces, a la vuelta, por arte de magia, estamos curados. Mucha de la gente que gasta dinero en farmacias y en psiquiatras estaría mejor si destinara esas cantidades de talegos a viajar.
Viajar no es tan caro. Hay numerosas maneras de hacer un viaje, aunque sea al pueblo de tu tía, para curar el estado anímico cuando éste se encuentra en baja forma. Puedes alojarte en casa de algún pariente o de algún amigo. Puedes estar al tanto de las ofertas de vuelo. El caso es salir unos días de tu entorno. Escapar. Tomarte un respiro, ya sabes. He pasado el verano entero en Madrid, salvo las breves escapadas (Zamora, León, Sanabria, Orense) que supusieron una semana de aire fresco para no oír los llantos de los críos de los vecinos y escapar del bochorno madrileño. Acabo de llegar de otro viaje y esta vez me impuse no consultar el correo electrónico; me lo propuse unas horas después de bajar del avión, porque sabía que, atado a la bandeja de entrada del correo, al final uno no despega, no desconecta, no se alivia.
Así que pasé unos días fuera y me he liberado temporalmente de los quebraderos de cabeza, de la brasa vecinal y de las constantes llamadas de teléfono de las compañías que ocultan su número para venderme sus ofertas. He estado tres días en Roma, pero me han servido de mucho. Lo más destacable y sorprendente, lo que necesito contar ya, es que el último día, por la tarde, en Via dei Baullari, cerca de la Piazza Campo dei Fiori, vi venir a un peatón cuya cara me sonaba. Iba andando deprisa, como quien no quiere que le vean. Con gafas de sol, con gorra, con barba de dos días y un macuto al hombro. Era el actor Terence Hill. Uno de mis ídolos de la infancia, en esas películas de tortazos y disparos que hizo junto a Bud Spencer. Los andares de Terence Hill, de movimientos ágiles, rápidos (se puede comprobar en sus largometrajes), y el varonil mentón con hoyuelo, y la nariz afilada, son inconfundibles. Pasó justo a mi lado y me quedé con la boca abierta. Se conserva bien, a pesar de las canas y de las arrugas. A su paso, claro, los transeúntes giraban la cabeza o se detenían. Me hubiera gustado decirle que me diera de hostias, sólo por verlo actuar. Me hubiera gustado darle las gracias por hacerme reír tanto en la niñez. Durante los próximos tres días, y aun a riesgo de las quejas y las críticas, voy a hablar de Roma porque lo merece, porque es imposible condensarlo todo en un artículo, porque está llena de españoles, porque sé que, si alguien no la conoce y espera ir algún día, quizá mis anotaciones breves y apresuradas le valgan de algo. Sirva de advertencia para estos días: a quien le desagrade, que pase página.