Fui al cine a ver la última película de Quentin Tarantino, “Inglourious Basterds”, título escrito con erratas, aposta, y mal traducido aquí como “Malditos bastardos”. Para completar el disfrute, al día siguiente leí el guión, publicado por Mondadori. Tengo que repetir que soy un fanático de las obras escritas y/o dirigidas por Tarantino: le perdono todos sus pecados y deslices, sus excesos y locuras, y me tragaría incluso un filme suyo basado en las páginas amarillas. Se dice que su última obra es irregular. Cierto, pero no por ello resulta menos deslumbrante. Es mejor que “Death Proof” (propuesta que pocos entendieron, pues se trataba de un divertimento, de una peli de matinal de barrio), pero resulta algo inferior a “Kill Bill”. Con sus bastardos, Tarantino expone que, en el cine y también en la literatura (sus guiones son muy literarios, siempre predomina la palabra sobre la acción), todo es posible, que en la ficción hay libertad plena para cambiar las cosas y hasta la Historia. Por ello el clímax transcurre en una sala de cine antigua, que actúa como metáfora de esa libertad artística que confiere la ficción. Y, es obvio, como detonante literal del cambio de rumbo de la Historia. Con Tarantino conviene aceptar las reglas. Sus películas no intentan ser realistas, o lo son dentro de sus reglas, dentro de esa ficción. No recuerdo qué crítico señaló una vez que sus tramas sólo pueden suceder dentro de una pantalla. Nadie recicla como él. Es un genio.
En “Inglourious…” muestra de nuevo su entusiasmo por el celuloide. Primero, mediante sus guiños y homenajes: el título tomado de “Inglorious Bastards” (“Aquel maldito tren blindado”), una de mis películas favoritas de la infancia, carne de matinal y sesión doble; los créditos iniciales, punteados por la música de “El Álamo” de John Wayne; el principio, calcado a los spaghetti westerns, y sobre todo a la escena en que Henry Fonda y sus muchachos con guardapolvos llegan a la cabaña de una familia en “Hasta que llegó su hora”; las continuas referencias al cine alemán de la guerra; el plano de la puerta y su profundidad de campo, deudor de “Centauros del desierto”; la panda de bastardos estilo “Doce del patíbulo” o “Los violentos de Kelly”; la cicatriz del cuello de Brad Pitt, como si le hubieran intentado ahorcar, llaga idéntica a la de Clint Eastwood en “Cometieron dos errores”; la inspiración en películas como “El desafío de las águilas”; el original uso de la música de western en una cinta de guerra; el suspense a lo Hitchcock. Segundo: algunos de los personajes tienen que ver con el cine, así el proyeccionista, la dueña de la sala, el crítico de cine y soldado, la actriz y agente doble; como señala QT en una entrevista en Fotogramas, todo gira alrededor de una película y de su estreno, al que acudirá la plana mayor del Tercer Reich; y, en el guión, esos personajes hacen referencias continuas a actores y directores, habiéndose cortado en el montaje final parte de esas escenas, lo cual beneficia al ritmo del filme.
Con su narrativa episódica logra de manera brillante que los cinco capítulos que la forman tengan sus cruces de personajes y tramas. Cada capítulo tiene su punto álgido en un diálogo, en los duelos orales: el interrogatorio de Hans Landa al granjero y, luego, a otros personajes; la chica frente a Goebbels y otros nazis; el juego de cartas entre alemanes y aliados en una taberna; etcétera. El diálogo es el eje en torno al que gira todo y, a partir del cual, crecen y se ramifican las tensiones. El reparto es perfecto, pero destacan Mélanie Laurent, Michael Fassbender y Christoph Waltz, extraordinario actor que extrae todo el jugo posible a su personaje y lo llena de matices y de sorpresas. Esta gran película posee, al menos, cinco o seis secuencias magistrales.