Decidimos salir un rato por Madrid, unos días después de regresar de Zamora. La capital es una ciudad sorprendente y está trufada de rarezas y de personajes. Nos sentamos en una terraza. Cada cinco minutos se acercaba alguien a pedir tabaco. Le da a uno la impresión de que, en esta ciudad, casi todos sus habitantes fuman, pero sólo la mitad compra cigarrillos. Los demás dan el sablazo. Cada cinco minutos, o puede que menos, pasaba por delante, y deprisa, un vagabundo de la zona. Con barba, expresión de loco y chándal. La parte trasera del pantalón estaba desgarrada y además no llevaba calzoncillos, con lo cual de vez en cuando le veías el culo. Por lo general caminaba en la misma dirección, así que supusimos que estaba dando vueltas a la manzana. Apareció gente que quiso vendernos abalorios, que quiso vendernos productos artesanales, que quiso vendernos flores. Junto a un cajero automático, tumbado entre cartones, había otro mendigo. La clase de tipo de la que uno siempre se apiada y piensa: “Pobre hombre”. Hasta que descubre que ese mismo individuo se dedica a insultar a los que pasan. El caso más flagrante fue el de una mujer solitaria que estaba sacando dinero del cajero. Sin venir a cuento, el fulano empezó a llamarla “hija de puta”. No supimos qué hacer. Al final no hicimos nada. Hoy día, y según está el panorama, puedes acabar saliendo en las noticias y acusado de cualquier cosa sólo por defender a alguien.
Cambiamos de zona. En una tasca vimos al jefe del local gritando desde la barra a uno de sus camareros, que servía las mesas. A pleno pulmón. Lo trataba como si fuese una mula vieja. Lo reprendía. Lo humillaba. Una y otra vez. El jefe impresionaba tanto con sus gritos que estuve a punto de echar una mano y limpiar las mesas, por si nos abroncaba a nosotros también. Es algo difícil de soportar, pero lo veo a menudo en los bares. El jefe o el encargado tratando como una mierda a sus empleados, deleitándose en su poder, insultándolos a voces delante de los clientes. En algunas películas norteamericanas se ve siempre a un hombre que aguanta en silencio estas humillaciones, hasta que se quita el mandil y planta al jefe o le da un puñetazo tras despedirse del curro e irse a pelear a un ring o a robar un banco. En “Heat” creo que hay un ejemplo. Otro sería “El luchador (The Wrestler)”. Me temo que en la vida real no sucede lo mismo. La gente acaba aguantando carros y carretas, ofensas y degradaciones, porque no es tan fácil obtener un empleo en estos tiempos. Uno, a veces, se pregunta dónde está Paul Kersey cuando se le necesita.
Nos llevaron un par de horas más tarde al nuevo Mercado de San Miguel, un lugar emblemático e histórico que han remodelado después de varios años. La noticia incluso salió en el diario The New York Times. Lo curioso de este lugar es que, de jueves a sábado, abren hasta las dos de la madrugada. Las tiendas de frutas y verduras, las pescaderías y las floristerías permanecen cerradas a esa hora, pero los bares, los puestos donde venden salazones y pasteles, el punto famoso donde despachan ostras y las casetas donde sirven alcohol (copas, vermut de grifo, vinos, etcétera) están abiertos al público. Uno puede tomarse unas ostras con champán, y dicen que no están caras. Yo nunca podré hacerlo porque desde hace unos pocos años esos moluscos me dan alergia. Un sitio tranquilo y pintoresco. Tienen una librería, pero estaba cerrada. Luego fuimos a un pub en el que yo jamás había estado: el suelo del piso inferior está cubierto de arena fina, de playa. Lo juro. En suma no estuvo nada mal, para lo poco que me gusta salir de noche en Madrid.