viernes, septiembre 11, 2009

Montera

Subo a menudo por Montera, cuando voy de camino a La Casa del Libro. Supongo que cualquiera conoce esta calle, sea por habérsela pateado, sea por verla en los telediarios o en YouTube (el mundo actual se recoge en Facebook, Google Maps y YouTube: ahí está casi todo). Es una vía populosa, llena de repartidores de publicidad y anunciantes de oro, de policías en torno a la comisaría, de gente de color que va a la peluquería a hacerse las trenzas, de transeúntes de paso, de pandas de chavales, de proxenetas y de viejos rijosos que se arriman al calor de las prostitutas. Las prostitutas de Montera son, la mayoría, muy jóvenes. Unas cuantas, muy guapas. Embellecen las esquinas pero, en este tráfago humano, son las únicas que parecen molestar a los ciudadanos. Las que salen siempre en la prensa. Me gustaría romper una lanza por ellas, ya que no suelen tener dónde caerse muertas. Ni siquiera practican una oferta de venta agresiva; al menos conmigo: tal vez intuyan que estoy bien atendido (porque las putas saben mucho, se han criado en la calle y en los tugurios y conocen a los hombres, sobre todo a quienes tras el coito regresan a los brazos de sus mujeres).
Ellas no me molestan cuando camino por allí. Los que sí me molestan son sus chulos, sus proxenetas, con esas miradas de superioridad sobre ellas, con su gesto rufianesco de machos con esclava. Los que sí me molestan son todos esos que me dan la brasa mientras camino por la calle: los de las encuestas, los de la publicidad, los que me piden tabaco por enésima vez y nunca se creen que no fumo y me devuelven ojos de odio. Los que sí me molestan son los que arrojan bolsas y envoltorios a la vía pública, y los que se enzarzan en peleas a puñetazos. Hay mucha fauna en la jungla urbana, pero parece que sólo se ataca a las prostitutas. Lo que también me molesta es ver cómo, mientras los periódicos de tirada nacional engordan sus páginas con titulares sobre las fulanas de La Boquería o Montera, al mismo tiempo se están enriqueciendo con la publicidad, con los numerosos anuncios de contactos, de chicas orientales o universitarias “dispuestas a todo”, con los que se financian. Un titular de Público era claro al respecto: “El gran negocio hipócrita de la prostitución”. Porque esos diarios ingresan millones al año con publicidad relacionada con las mafias. Y, por seguir con la hipocresía: hablemos de las otras prostitutas, las que no cobran honorarios ni lo hacen de forma habitual, pero son capaces de acostarse con un tipo para que les dé un papel en una película, o con su jefe para obtener un ascenso, o con el empresario más feo y más viejo pero más enriquecido, que pronto le pondrá un piso y un cochazo.
Picoteando por los periódicos, aquí y allá, para saber qué opina la gente, encuentro una de las claves en “Fumigar a las putas”, columna de Antonio Lucas, poeta y articulista, donde escribe con mucho acierto: “A muchos les jode que estén a la vista no por lo que denuncia su presencia –la explotación, las humillaciones, la brutalidad, el desamparo–, sino porque afean las aceras. Su pecado es estético. Pero la ciudad también son ellas, como lo es el orfeón rebelde y cretino de los nenes de Pozuelo. Nadie habla de la violencia consentida que las empuja: sin atención sanitaria, sin defensa, fugitivas”. En efecto. Ocurre como con los yonquis. Lo que interesa al ciudadano, al final, no es que se elimine el problema, sino que se aparte de la vista, de nuestras calles. En Zamora, por ejemplo, he visto durante años cómo lo único que se ha hecho con los toxicómanos ha sido apartarlos a sitios donde se les vea menos, donde su presencia no resulte incómoda. De La Marina pasaron a Las Llamas. Y todos tan contentos.