Ciertas historias comienzan cuando algunos padres y madres contagian a sus hijos el amor por la buena música. Yo debía de tener 16 o 17 años cuando salió “I’m Your Man”, mi disco favorito de Leonard Cohen. Y mi madre me inoculó la pasión por las canciones de aquel tipo tan elegante que sostenía un plátano en la carátula frontal del vinilo. Ella nos enseñó a adorar sus discos y nosotros, unos 20 años después, le devolvemos el favor invitándola a un concierto inolvidable. La noche del sábado, al entrar en el Palacio de Deportes de Madrid, nos encontramos con un zamorano que llevaba a su hija de cinco años a ver al cantante. Habían venido desde Zamora. “Es su primera fan”, nos dijo, orgulloso. A la niña le pusieron de nombre Lorca, en homenaje a la hija de Leonard Cohen, que se llama así en homenaje a Federico García Lorca. No es el primer directo al que ella acude. Iba emocionada. Sus padres le han transmitido el fervor por el maestro. Porque Mr. Cohen es un poeta, un caballero, un hombre clásico que ha consagrado sus canciones y sus poemas a las mujeres.
Las entradas se agotaron días atrás. Acondicionaron la platea del pabellón, donde estábamos nosotros, de tal forma que no hubiera nadie de pie. Con los primeros acordes de “Dance Me to the End of Love” se me erizó el vello. A partir de entonces nos ofreció unas tres horas y pico de estilo, sabiduría, elegancia y caballerosidad. No podré ya olvidar (ni nadie que asistiera la otra noche a este desembarco de talento) las versiones de temas antiguos que ahora mejoran porque la voz del cantante no es la misma, ha adquirido el tono ronco de los solistas con mucha carretera a sus espaldas y se te clava como un trueno dulce en los oídos: “Suzanne”, “Sister of Mercy”, “Bird on the Wire”, “Famous Blue Raincoat”, “Who by Fire” o “The Partisan”, tocada y cantada de manera tan melódica y exquisita que se me saltaban las lágrimas ante tanta belleza, ante tanta calidad. No podré ya olvidar que, al terminar este último tema, todo el público del estadio se puso en pie y la ovación (y hubo muchas) fue tan afectiva y estrepitosa que el propio Cohen estaba emocionado y sorprendido por el clamor.
No podré olvidar su voz entonando los temas de los 80: “Hallelujah”, “First We Take Manhattan”, “I’m Your Man”, “Take this Waltz”, “Tower of Song”, “Ain’t No Cure for Love” o “Everybody Knows”. Ni los temas de los 90: “The Future”, “Waiting for the Miracle”, “Closing Time”, “In My Secret Life”… No podré olvidar la guitarra y la bandurria de un señor con manos de ángel, el guitarrista español Javier Mas, ante el que Cohen se arrodilló varias veces para rendirle honores. No podré tampoco olvidar las numerosas veces en que el poeta se despojó del sombrero para saludar y para inclinar la cabeza ante el público y la banda, en un alarde de humildad que ya no se ve en estos tiempos sin educación. Mientras las coristas cantaban dos temas, Mr. Cohen permanecía con el sombrero apoyado en el pecho, en señal de respeto. Cuando presentaba a la banda o agradecía su apoyo al equipo técnico e incluso a los conductores de autobús, bajaba la cabeza en señal de reverencia. Dentro de unos días cumplirá 75 años y aún es capaz de llenar un estadio, emocionar a miles de personas y dar brincos cada vez que entra y sale del escenario. En los últimos temas, los de platea nos pusimos en pie y nos acercamos al escenario, a verlo de cerca, a darle calor. Mr. Cohen es un Hombre (con mayúsculas) y lo demostró la otra noche. Su elegancia es indiscutible, también lo son su buen gusto, su talento y su entusiasmo. Su directo es magistral. Repito: magistral. Sirva este artículo de homenaje a mi madre, a la pequeña Lorca y a Leonard Cohen.