Porque el escritor dispone hoy en día de mil formas de mostrarse que, en muchas ocasiones, tienen un alcance infinitamente mayor que sus libros, resulta que su colocación es infinitamente más rápida si tira por otros caminos que no sean el de la absorción despaciosa y la digestión lenta de una obra escrita para un público no siempre hambriento. Mil formas de llegar a los sentidos –en esta civilización nuestra tan aficionada a los gráficos y las imágenes expresivas– estampan hoy, pensando más en la vista que en la inteligencia y en el gusto, un orden de preferencias obsesivo que no es el de la lectura y que llega incluso a desencadenar algo así como una repetición automática: tamaño de la letra en los periódicos, frecuencia de las fotografías, titulares de las revistas, “presidiums” de los congresos de escritores como si fueran un reparto de premios escolares, “ventas” literarias públicas cuyas cifras se dan a conocer, firmas de manifiestos, bombo en la radio, sesiones de firma de libros en donde el talento del escritor salta a la vista, aunque en segundo plano, con toda la magnitud de sus excelentes resultados, a la manera de un campeón de ajedrez jugando partidas simultáneas. El público de a pie, entrenado para ello sin darse cuenta, exige en nuestros días, como si de una prueba se tratara, esa transmutación extraña de lo cualitativo en cuantitativo que obliga al escritor de hoy a ser la representación, como suele decirse, de una superficie, a veces incluso antes de tener talento.
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