Mañana, 12 de septiembre, se cumple un año de la muerte de David Foster Wallace. Recuerdo lo conmocionados que quedamos todos (salvo Javier Marías: según parece, nunca había oído hablar de él ni por supuesto conocía sus libros) cuando nos enteramos. Este volumen reúne 10 artículos en los que demuestra su versatilidad: su visita a la ceremonia de entrega de los AVN, los premios más importantes del porno; su seguimiento de la campaña de John McCain, por encargo de la Rolling Stone; sus comentarios sobre el humor en algunos textos de Kafka; el ambiente de Bloomington en los días del 11-S; su crítica a la biografía de la tenista Tracy Austin; su asistencia al Festival de la Langosta de Maine... Sólo se le puede reprochar ser demasiado exhaustivo en algunos casos: dos o tres artículos se los recortaron en las revistas, dada su extensión. Basta la lectura de este libro de ensayos para saber que era un genio, dotado de humor, inteligencia y un ojo analítico para desmenuzar su entorno mediante la palabra. El siguiente fragmento pertenece a una de las numerosas notas del libro:
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Solamente hay que pasar un trimestre intentando enseñar literatura en la universidad para darse cuenta de que la forma más rápida de matar la vitalidad de un autor de cara a sus lectores potenciales es presentar a ese autor de antemano como “genial” o “clásico”. Porque entonces el autor se convierte para los alumnos en algo como la medicina o las verduras, algo que las autoridades han declarado que “les conviene” y que “les tiene que gustar”, momento en que las membranas nictitantes de los alumnos se cierran y todo el mundo asume las tareas automáticas de la crítica y de escribir ejercicios sin sentir absolutamente nada real ni relevante. Es como sacar todo el oxígeno de la sala antes de intentar encender un fuego.