Resulta asombroso que alguien con la cara tan destruida por las drogas y la mala vida como Chet Baker fuera, sin embargo, tan fotogénico. La semana pasada vi el documental “Let’s Get Lost”, de Bruce Webber, en torno al músico de jazz, y me sorprendió el modo en que, por decirlo de una manera quizá tópica pero efectiva, la cámara lo amaba. Es fascinante el poder del rostro de Chet Baker. También era poderosa su cara de joven, en esas fotos inolvidables en blanco y negro en las que gasta tupé, sujeta una trompeta o le cae un poco de flequillo sobre la frente. Pero sus facciones son más impactantes en los últimos años, poco antes de morir, al caer o tirarse desde una ventana de un edificio de Ámsterdam. Cuando este músico, en el documental mencionado, comparte plano con otras personas, les roba a éstas el protagonismo. Incluso cuando se le ve hablando con esfuerzo, medio ido por algún picotazo de jeringa reciente, con su manojo de arrugas y sus patillas y la expresión de dolor en los ojos y ese bigote que le hacía parecer un cruce entre Charles Bronson y Kris Kristofferson, como un pistolero retirado ya de los duelos, pero no de las tabernas, incluso así, es cuando Chet Baker más enamoraba a la cámara. A la entrada de la sala, en los Cines Verdi de Madrid, tienen además una exposición de fotografías grandes y en blanco y negro del cantante y trompetista.
Lo de Chet Baker no es, en absoluto, belleza. Es todo lo contrario, pues era un yonqui que se autodestruyó demasiado deprisa. Pero a la cámara le gustaba porque en sus ojos, en su puñado de rugosidades faciales, en su mandíbula que había sufrido la rotura y extracción posterior de todos los dientes tras una paliza, había experiencia, dolor, amargura y talento. Otro de los artistas que embrujaron a la cámara, de viejos más que de jóvenes, fue el escritor Samuel Beckett. Se trata de un tipo al que no me canso de mirar en las fotos. No sé si ha habido algún escritor con pelo blanco y arrugas más fotogénico que él. Tal vez. Ahora podemos ver su poder de atracción en unos carteles de publicidad que han instalado en el Metro, porque el año que viene representan en Madrid una de sus grandes obras, “Final de partida”, aunque a mí me gusta un poco más “Esperando a Godot”. No me cansa esto de observar fotos de Beckett. Con su pitillo en los labios. Con sus gafas redondas. Con su jersey de cuello alto. Sentado a la mesa de un café. Con su cabello indomable y medio de punta. Esa cara, esas facciones, esa mirada, son las de un viejo que sabe. También es cierto que el blanco y negro favorece más los rostros que el color. Incluso los políticos feos salen beneficiados cuando los retratan en blanco y negro. Pero lo de Baker y Beckett era otra cosa. Algo que algunos otros, con la edad, pierden. Por ejemplo, Marlon Brando ya no resultaba poderoso para la cámara en sus últimos años. Había perdido la fuerza de antaño. Quizá agotó su poder físico con su memorable papel en “Apocalypse Now”.
He hablado de la fotogenia de un músico y de un escritor, y ahora podría mencionar, por ejemplo, a un actor bastante fotogénico a sus años (casi 80 años de talento y sabiduría): Clint Eastwood. Tal vez sea, de los pocos que quedan del viejo Hollywood, quien resulte más atractivo para la cámara. Véase lo bien que da un tipo de su edad en los carteles de “Gran Torino”. Ha envejecido con estilo. Circulan por ahí algunas imágenes suyas, en blanco y negro, hechas en los últimos años, donde se refleja el poder magnético de sus facciones.