Roma: la Ciudad Eterna, a la que uno siempre querrá regresar. Fellini (1): “Roma es una ciudad para esperar el fin del mundo”. Hotel San Daniele Bundì: la extraña posada donde una alegre mujer y una taciturna anciana nos atendieron y nos alquilaron un apartamento para cuatro, a la vuelta de la esquina, en una calle rica en vespas, humedad y bullicio de trattorias. Legionarios: los hombres vestidos de soldados romanos, con espadas, cascos y capas y los brazos llenos de tatuajes, que posan con los turistas para una foto por la que cobran. Coliseo: me fascina esa mole de piedra, con siglos de sangre, ruinas y misterios, donde los hombres morían para entretener a los ciudadanos; la visita, hoy, cuesta unos doce euros. “El furor del dragón”: la película en la que Bruce Lee se enfrentaba a Chuck Norris entre los arcos del Coliseo, y mi primera referencia al poner los ojos en esa mole grandiosa, rodeada de viajeros y vendedores. “Gladiator”: Russell Crowe combatiendo contra otro gladiador mientras las fieras tratan de darle un zarpazo. Sol: el sol de la ciudad en septiembre, agresivo y molesto y que, sin embargo, proporciona una claridad irreal a las huellas del pasado. Mendigas: ancianas con las cabezas cubiertas con pañuelos, con estampas de Cristo o de la Virgen en las escudillas que utilizan para pedir limosna a la entrada del Metro, de las iglesias y de los museos, se encorvan casi besando el suelo; parecen rumanas.
La Boca de la Verdad: careto de mármol a la entrada de la Iglesia de Santa María de Cosmedin, donde la gente se hace fotos tras introducir la mano en esa boca, que noté grasienta y sucia al tacto debido a la abundancia de dedos que la palpan cada pocos segundos, y que aparecía en una escena de “Vacaciones en Roma”, referencia inexcusable en la ciudad, con los eternos Gregory Peck y Audrey Hepburn paseando en vespa. Teatro de Marcello: hermoso en su decadencia, pero lo observo en un momento de tanto cansancio (tras levantarme a las cinco de la madrugada y viajar en taxi, avión, autobús y metro y caminar por las calles) que no soy capaz de procesar una sola idea con sentido. Fellini (2): (refiriéndose a Roma): “Las calles destruidas, los monumentos enjaulados, las ruinas arqueológicas, la muchedumbre cosmopolita le dan un aspecto de estudio cinematográfico, de plató, de escenario desarmándose, de una ciudad que va a ser transportada y reconstruida en otro lado”. El Monumento a Víctor Manuel II: no suele gustar a los italianos y a mí no me place por la mezcla de estilos y el exceso de esculturas, pero me deslumbra el mármol bajo el sol de la tarde.
Tráfico: todo lo que te cuenten sobre la caótica circulación es cierto; para cruzar por un paso de cebra hay que pisarlo a las bravas, porque ningún conductor se detendrá voluntariamente para permitir que crucen los peatones; las vías son un flujo continuo y ensordecedor de coches, motos y vespas veloces. Largo de Torre Argentina: me admira esa plaza situada en un lugar céntrico, cerca de la Columna de Trajano, que reúne restos de varios templos republicanos, y que hoy es un lugar donde viven cientos de gatos abandonados; duermen entre las ruinas y están bien cuidados y alimentados merced a la caridad de algunas mujeres y a los donativos para su manutención; quienes venimos de fuera hacemos fotos y contemplamos la gracia felina entre las columnas, porque en esta ciudad el gato es, por fortuna, sagrado, e incluso sale en postales y calendarios. Fellini (3): “Roma es un planeta misterioso, que arrastra todo consigo, que se enriquece y se nutre con su propio derrumbe. Esta tendencia a la autodestrucción vuelve todavía más apocalíptica la escenografía arqueológica de la ciudad”.