Son las nueve menos cuarto de la mañana de un lunes y yo camino por las calles de Zamora. Me acabo de levantar. A esa hora sólo están abiertas las cafeterías. Y algún establecimiento de dueño madrugador. Da gusto pasear a esa hora porque es el único momento del día en que no hace tanto calor. Corre una brisa fresca mientras atravieso la Plaza de Alemania, cruce de caminos por donde siempre hay algo de viento. Unas pocas personas van al trabajo, aunque se nota que media ciudad está de vacaciones. Pasear así, con esta libertad, quizá con las manos en los bolsillos, solitario y pensativo, es una actividad por la que en otros países puede detenerte la policía. Le ha pasado a Bob Dylan. Lo he leído en el periódico. Estaba en un pueblo de Nueva Jersey, esa ciudad tan bien retratada en “Los Soprano” y de la que suelen decir en las películas que es algo parecido al infierno. Dylan iba andando por ahí, según describe la prensa: “(…) se encontraba dando un paseo solitario bajo la lluvia por las calles de la localidad costera de Long Branch cuando la policía le detuvo”. Lo cual suena a poesía, y me refiero a ambas: la frase del reportero y el acto de un Dylan sin acompañantes que camina bajo el aguacero en un sitio donde nadie más lo hace o no lo hace en soledad. El cargo del agente para arrestarlo es que paseaba sin rumbo. Los vecinos vieron a un viejo sin afeitar y llamaron a la poli. Era Dylan. Creyeron que era un vagabundo. Esa noticia es breve, pero es un poema, contiene el recorte de las libertades y contiene una anécdota sobre uno de los mejores músicos de la historia. En Europa, Bob Dylan es eterno candidato al Premio Nobel. En USA lo detienen “por pasear sin rumbo definido”.
Cuando llego a la Plaza Mayor son las nueve menos cinco y las calles también están aquí mojadas, como en esa historia de Long Branch. No ha llovido. Es sólo el camión que riega las aceras y el asfalto y los refresca. Me fijo en que no está la calesa con caballos que suelen tener a disposición de los turistas junto a la sucursal de Caja Duero. No me parece mala idea, pero tiene un inconveniente: que apesta a orín y a bostas. Los excrementos quedan recogidos en una especie de bolsas que tienen los animales atados junto al culo, como si fueran pañales. Al pasar cerca de Los Herreros me acuerdo del fin de semana, cuando recorrimos la calle entera y me fijé en la gente. Me sentí como si fuera el abuelo de los chavales que frecuentaban los bares. Había demasiadas tribus urbanas y muchos tipos que ni siquiera se han afeitado por primera vez. De la mitad de la calle para abajo parecía aquello la salida del instituto.
Me acordé también de lo poco que he parado en casa el fin de semana. Y, aún así, no sé cómo, he conseguido leerme un libro. Bien es cierto que no era muy extenso: en torno a las doscientas páginas. Hablando de libros, el domingo encontré una entrevista con Leonard Cohen en un magazine y anunciaban la publicación de un volumen titulado “Palabras, poemas y recuerdos de Leonard Cohen”, de cuya edición se ha hecho cargo Alberto Manzano. Tras mi caminata, busco el libro por internet pero no encuentro rastro. Lo publicará Alfabia, editorial que ha traducido hace poco tres fabulosos cuentos de Junot Díaz en un formato similar al del cuaderno moleskine. A mí me interesa mucho Leonard Cohen y por eso tengo ya la entrada para su concierto de septiembre en Madrid. Con setenta y tantos años sigue fascinando al público: lo ha hecho en ciudades como Vigo y León. El primero disco que escuché de él fue “I’m Your Man”. Y todavía es mi favorito de los suyos. Cohen también es viejo, igual que Dylan. Esperemos que no lo arresten por pasear.