Cuando cursaba 1º de BUP en el Instituto Claudio Moyano conocí a un alumno que luego fue uno de mis mejores amigos. Durante los días iniciales del curso, cuando los profesores pasaban lista, éstos leían mal los apellidos de este alumno. Unos mentaban primero el segundo apellido; otros los decían en orden, pero cambiando el primer apellido por otro que sonaba parecido. De aquello surgió un cachondeo general y esperábamos el repaso de los nombres como una válvula para las risas. Nunca supimos el porqué de esos errores, que agotaban al alumno teniendo que levantar el brazo en cada clase para corregirlos. Tal vez, al rellenar las fichas, escribió con mala letra y cada uno de los docentes descifró los datos como pudo. Cuando a uno le confunden el nombre o el apellido, al principio se enfurece. Si el error es frecuente, acaba calmándose, termina por aceptarlo con humor y sana resignación. Eso le sucedió a mi colega: fue pasando de la sorpresa y el enojo a la flema y la costumbre.
En mi caso particular, estoy en la segunda fase, es decir, la de la costumbre, la flema, la aceptación. Me lo tomo con humor y con deportividad. Soy uno de esos españoles que deben cargar con la maldición del nombre compuesto. Si van a tener un hijo pronto, no lo castiguen con un nombre compuesto. Además de horrible, obliga a la gente a escoger uno de los dos nombres y nunca te llamarán por el que te gusta (por llevar ellos la contraria, desde luego). Y siempre da lugar a confusiones y a equívocos. Uno de los primeros que padecí fue cuando se publicó un libro en Zamora en el que colaborábamos varias personas. El coordinador general del volumen colectivo tenía una buena y una mala noticia que darme. La buena era que, en la contracubierta, sólo nos mencionaban a mí y a otro colaborador: “los elegidos”. La mala era que alguien se había liado y yo aparecía como “Miguel”. A partir de entonces me ha sucedido con frecuencia. En un blog en el que colaboro de vez en cuando, el encargado de asignarnos las fechas individuales de actualización se dirige a mí en los correos electrónicos como “José Manuel”. La primera vez se dio cuenta de la confusión y pidió disculpas. Le dije que no pasaba nada, que me ocurría a menudo. No sé si por eso o por olvido, siempre me llama “José Manuel”. Ni siquiera me molesto en sacarlo de su error. Un lector de Bilbao, a pesar de cruzarnos varios e-mails, y a pesar de incluir mi firma al final de cada correo que escribo, suele llamarme “José Luis”. A veces me ocurre incluso con personas con las que estoy hablando, cara a cara. Se refieren a mí como “Juan Manuel”, “Miguel Ángel”, “Miguel”, “José Miguel”… Por eso, cuando acabo de conocer a alguien y me dice: “Parece que cada persona te llama por un nombre o un mote, ¿cómo quieres que te llame yo?”, respondo: “Llámame como te apetezca”. Es así de fácil. No vale la pena molestarse porque entonces uno nunca terminaría de corregir a la gente. En el fondo me da igual. Yo sé quién soy, y con eso basta o debería bastarme. Quizá esto, ahora que lo pienso, empezó antes: cuando, en la infancia, mis abuelos maternos equivocaban mi nombre con el de los demás nietos, ya que éramos muchos los que rondábamos por su casa. Tal vez me resigné entonces.
Si confunden nuestros nombres en el papeleo sí es para cabrearse. Se conocen casos de gente obligada a pagar las facturas que pertenecían a otro que había muerto. O confusiones legendarias que te hacen odiar a muerte la burocracia. Algunas personas equivocan adrede el nombre para cabrear a sus enemigos, como hacían Cela y Umbral con evidente maestría. Fuera del papeleo, a mí ya ni me molesta.