Las piedras cuentan historias. Ojalá yo supiera leer cuanto dicen. Dos o tres personas me habían aconsejado que, si iba a ver El Castillo de Zamora, lo hiciera antes de las ocho o las nueve de la noche. Porque, a partir de entonces, la afluencia de gente es tan grande que la visita llega a hacerse incómoda, como siempre que la muchedumbre toma las calles o los museos. Y eso es lo que hice: seguir el consejo al pie de la letra. Fui a las siete de la tarde. A esa hora aún prevalece un calor insoportable, pero hay que pagar ese pequeño precio si uno no quiere agobiarse. Admito que me ha fascinado la obra de restauración: tanto los jardines como El Castillo lucen ahora en todo su esplendor, y me han venido numerosos recuerdos mientras visitaba la parte de fuera. Como digo: ojalá yo supiera leer la historia que se oculta tras cada huella de cada piedra. Le gustaría a uno tener esa facultad que poseen algunos personajes del cine y la literatura fantástica, que cuando tocan a otras personas les transmiten una visión instantánea y siempre dolorosa del pasado o del futuro. Le gustaría a uno posar la mano sobre una piedra de la muralla y que le transmitiera una lluvia de secuencias de otros tiempos. La piedra nos da serenidad, nos reconforta y es un enigma.
Los columnistas de este periódico han escrito ya de la restauración del Castillo, y lo han hecho bien y han hablado de presupuestos, de historia, de política, y yo llego tarde y me encuentro con que no tengo nada que aportar porque los demás lo han contado todo. De modo que me quedan mis impresiones: la sacudida de recuerdos, la oleada de placer estético y el sabor de lo bien hecho mientras recorría el interior de esta fortaleza. Si tuviera que elegir, me quedaría con dos vistas extraordinarias: la de los muros del Castillo desde los jardines y la de la ciudad desde la torre más alta del Castillo. Pero especialmente me sedujo la segunda porque ahora, desde allá arriba, se obtiene una visión casi completa de Zamora. Un panorama fascinante para quien se ha criado aquí. Un tramo del río. El Campo de la Verdad. Los jardines y las murallas. La Iglesia de San Isidoro, donde se divisan las cigüeñas en su nido, esas vigilantes del cielo. La Catedral y el cimborrio. El bosque de Valorio, que tanto necesita que lo acondicionen y lo cuiden. El edificio siniestro de los Ministerios, que ahora no recuerdo si lo llamaban “el ataúd” o “el féretro” o “la tumba”. Los tejados. Los paisajes. Las nubes y el sol. Supone una alegría y un orgullo asomarse al foso, otrora un pozo repleto de basuras y detritus. Antaño no parecía un foso, sino uno de esos vertederos donde lo mismo echan envases y objetos viejos que animales muertos. Tienen en el foso, por cierto, una pequeña jaula. Pero la vista no alcanza a ver qué hay en su interior, y de momento permanece como un misterio para algunos de nosotros. Las esculturas de Baltasar Lobo, junto a la piedra restaurada, logran que se potencie la magnificencia de los muros y, a su vez, las piedras ennoblecen las obras.
A la entrada del Castillo un guardia nos prohibió acceder con latas, porque íbamos bebiendo Coca-Cola para no deshidratarnos. Lo imaginaba y lo comprendí. Porque la gente ensucia mucho y nunca se sabe quién puede tirar la lata al suelo o quién la guardará para arrojarla a una papelera del exterior. Luego, paseando por el interior, me enfurecí: encontré en el suelo del Castillo un envase, una bolsa de comestibles y un par de colillas. Siempre habrá guarros, por desgracia es inevitable. Volveré a disfrutar del Castillo en otoño y de noche, porque me ofrecerá una visión distinta. Lo haré aunque tenga que pagar entrada; no me quedará otro remedio.