Este es uno de esos artículos formados por piezas pequeñas, por cosas que veo por ahí y por curiosidades y banalidades que, por sí solas, no dan para una columna completa o al menos a mí no me lo parece. Cosas que he ido dejando en el tintero, sobre el último mes, y que me apetece contarles sin ningún hilo conductor entre sí, como si fuera un texto fragmentario.
Un día de julio, comiendo en un restaurante barato con un amigo zamorano (y residente en Madrid), pedí de primer plato un gazpacho. Cuando me lo sirvieron, en un tazón, vi que en la superficie flotaba un cubito de hielo. Nunca había visto nada parecido. Lo cual no quiere decir que no sea una costumbre hostelera. A mí se me hizo raro. Yo creo que los hielos son para los refrescos y el alcohol. No dije nada y me tomé el gazpacho con hielo. En el metro, hace tan sólo unos días, en un vagón había varios chavales de barrio: dos tipos y tres chicas. Y oímos que uno de los chicos le decía al otro: “¿Te acuerdas de aquel tío al que pegaste?” Como el que habla de sus últimas compras o del libro que se está leyendo: lo dijo con la naturalidad propia de quienes viven en un mundo en que los puñetazos son moneda habitual, cotidiana. Fui a ver la última entrega de Harry Potter y resulta que es una película de adolescentes con picores. Todos los personajes jóvenes se pasan el largometraje enredando, a ver quién se lía con quién. Los personajes son adolescentes, pero no así los actores que los interpretan. Daniel Radcliffe empezó esta saga siendo un niño y acabará siendo viejo en la última entrega, si no se dan prisa. Dado que, en los cines, me sitúo en la tercera fila empezando por delante, puedo ver ciertos detalles que a los espectadores sentados más atrás se les escapan. Por ejemplo, que en un par de escenas se notan los cañones de la barba en el mentón de Harry Potter. He leído una entrevista en la que dice que sus asesores de imagen le obligan a afeitarse a diario durante los rodajes, algo que destroza la piel cuando sólo tienes veinte años. Una amiga, madre de dos niños, me contó una anécdota la otra noche. Estaba en la playa y sus hijos de dos años y pico se estaban bañando desnudos. Una señora se le acercó para advertirla. Dijo a mi amiga que no debería permitir a los críos deambular sin bañador, porque los perturbados se dedican a hacerles fotos y luego las cuelgan en internet. Mi amiga se horrorizó. A mí me dio asco que exista gente de ese calibre. Este es el mundo en el que vivimos, en el que ni siquiera los chiquillos están a salvo en la playa sin mirones que los acechen, en el que un pitufo ya no puede bañarse en cueros, como nos hemos bañado todos de pequeños.
La semana pasada fui a comprarme un libro que acaban de reeditar, “Viaje en torno de mi cráneo”, de Frigyes Karinthy, autor húngaro que murió dos años después de ser operado de la cabeza, historia que relata en tal título. Pues ese mismo día, buscando datos sobre el autor, me enteré de algo que ignoraba: Karinthy fue quien propuso la célebre teoría de los “seis grados de separación”. Leí también un reportaje de El País sobre una serie que quiero empezar a ver estos días (y que me han recomendado algunas personas): “The Wire”. Dicen que es una de las mejores series de la historia. Espero que así sea porque necesito suplir el hueco que me dejó “Los Soprano”. Necesito ver otra serie con la misma fuerza, una serie que me apasione. El Castillo de Zamora ya está abierto al público. Estoy deseando verlo. Para mí el Castillo significa mucho. Fue importante en distintas etapas de mi vida. Antaño fui allí a pasear, a reflexionar, a ver gatos vagabundos, a besar a una chica en la oscuridad.