El techo del escenario que estaban montando para el concierto de Madonna en Marsella se desplomó el otro día, causando unos cuantos muertos y heridos. Los muertos y heridos fueron, como siempre, personas anónimas, quiero decir no famosas. Obreros, empleados que se encargaban del ensamblaje de piezas. No es la primera vez que esto ocurre, ni por desgracia será la última. Bien, los músicos aportan el talento, el arte, son los que hacen que los engranajes funcionen y la gente acuda a los conciertos y todos salgamos ganando si tocan bien, pero nada de eso sería posible sin los técnicos ni el resto del personal que trabaja en la sombra, entre bambalinas. El bailarín de claquet no danzaría igual sin el calzado hecho por el zapatero, el director de cine no podría rodar sin la banda de especialistas en luz, sonido, vestuario o efectos especiales que tiene detrás, los libros que se publican no serían los mismos sin los correctores que se dejan las pestañas analizando con lupa los posibles fallos y erratas, en los periódicos es necesario el trabajo constante de las teclistas… Y podríamos seguir, llenando páginas y páginas. Quiere decirse que el arte es, para mí, lo más importante. Pero sin quienes curran en la sombra, quienes levantan los cimientos y los sostienen para que todo gire a la perfección, no habría arte o no sería lo mismo. Siempre se les pagará menos y nunca se harán famosos, pero como digo son necesarios.
Es el caso de quienes montan los escenarios para que los músicos toquen en distintas ciudades y pueblos. Cuando voy a los conciertos, en el rato de la espera, allí, mientras aguardo en pie delante del escenario, los veo aún moverse y trabajar. Algunos se encaraman arriba del todo, sujetos por un cable, para supervisar los últimos retoques o para manejar los focos, y se juegan la vida. Algunos la han palmado al caerse desde allí. No es raro que se les caiga encima del pie un bafle o que se tricen los dedos con las barras de acero que sacan de los camiones.
Cuando vivía en Zamora y aún no colaboraba con este periódico, un colega y yo nos apuntamos a una empresa de trabajo temporal. A él lo llamaron más veces, quizá porque se dieron cuenta de mis nulas capacidades para cualquier cosa que me aleje de un teclado. Y en algunas de esas ocasiones trabajó montando los escenarios para los conciertos que se celebraban en la ciudad, en fiestas. Quedábamos después de su jornada y el tío volvía literalmente reventado. Es un trabajo duro, muy duro, con pocas compensaciones, me parece a mí. Vuelves a casa, a diario, como un personaje torturado de Raymond Carver o Charles Bukowski: con cortes y pequeñas heridas en las manos, a pesar de los guantes; con dolor de riñones; tal vez con el cogote quemado por currar al sol; con el cuerpo molido. Mi colega acababa destrozado, ya digo. Solía pasar muchas horas sacando hierros, ensamblándolos y acarreando peso de aquí para allá. Eso, sin contar lo de estar por las alturas (recordemos, a este respecto, a quienes murieron en el Vicente Calderón hace un par de años: desmontaban el escenario donde habían tocado The Rolling Stones y cayeron desde una altura de diez metros). Una casa no sirve de nada sin los cimientos, sin la base que soporta el peso, y los escenarios necesitan a estos trabajadores, que son quienes ponen esos mismos cimientos, quienes en definitiva hacen el trabajo sucio para que nosotros disfrutemos de la música y los cantantes cobren su parte. En aquel caso, el de los Stones, se acusó a “la maraña de empresas subcontratadas” (El Diario Montañés). Algo huele a podrido en Dinamarca cuando estos accidentes siguen ocurriendo.