Durante unos días, la lectura de los “Diarios 1984 – 1989”, de Sándor Márai, me ha dejado un poco hundido. Necesito un tiempo de libros menos dolorosos. En estas anotaciones de los últimos años del escritor húngaro (se suicidó en febrero del 89, pegándose un tiro) se refleja su propio declive físico y la agonía que atraviesa su mujer hasta que muere. Muchos de los pasajes me han devuelto al pasado, me han traído a la memoria las huellas de los familiares que se fueron, cuya agonía en cama presencié, me han empujado a recordar sin quererlo (esa es una de las facultades de la literatura): escenas de habitaciones del Hospital Virgen de la Concha de Zamora, de cuartos de casas de mi ciudad donde las enfermedades irreversibles afilaban sus garras e iban robando la vida poco a poco y sin pausa. A estas edades es insólito no haber presenciado ya alguna agonía. Es quizá el trago más amargo: no sólo perder a alguien, sino ver cómo sufre, cómo se extingue, cómo desaparece.
Márai, exiliado con su mujer en San Diego, vive los últimos años con la sospecha de que todo se está acabando, aunque al principio no lo parezca, aunque sólo vaya perdiendo la vista y caminando con más lentitud. Él desearía que ambos “se fueran” a la vez. El escritor, en esos años, perdió a sus hermanos, a sus amigos, a los colegas literatos de su generación, a su hijo adoptivo, y luego tuvo que presenciar los estertores de su esposa, incapaz de reconocerlo a él por la demencia senil que padeció en los últimos meses. A Márai no le preocupaba morirse, una vez que sus seres queridos se habían ido, sino el modo de morirse. Se resistía a la “existencia vegetativa”, atado a una cama del hospital, sin poder valerse por sí mismo. Por eso compró un arma antes de que fuera tarde y, cuando vio que la muerte estaba a un paso, antes del deterioro y de convertirse en un enfermo, apretó el gatillo: “No me opongo al hecho de irme, sólo me inquieta el modo”. La última frase de su diario es: “Ha llegado la hora”. Lo único que le importaba, cuando su mujer fue recluida en el hospital, era resistir para darle la mano cada día: “Espero aguantar mientras ella me necesite”.
Pero tras la muerte de ella llegan los días de la extrañeza, la época de añorarla y de no encontrar razón para vivir. Estremecedor resulta este pasaje: “Un acto reflejo que no consigo erradicar: al despertarme, aún medio dormido, alargo la mano para coger la suya como he venido haciendo cada día a lo largo de sesenta y dos años y ocho meses. Cuando no la encuentro me invade el horror: ¿Dónde está? ¿En el salón? ¿En el baño? ¿Se habrá caído?... Y de pronto me sobreviene el recuerdo de su muerte; por eso no está a mi lado. Y a ese momento lo sigue de modo cada vez más íntimo el asco. Asco porque no está aquí”. Lo cierto es que no le recomendaría esta lectura a quien haya presenciado la agonía de algún ser próximo y querido. Porque va a sufrir bastante. Porque estas anotaciones no son un trago fácil. Por otra parte, esto es así, la muerte es un complemento de la existencia. Nadie dijo que fuera fácil, que la vida fuera un cuento. Al menos nos queda el consuelo de asistir, en estas páginas, a una gran historia de amor. Pese a ello, necesito algunas lecturas menos terribles. Este fue el último volumen de los diarios de Sándor Márai, escritor muy celebrado en la actualidad por libros como “Confesiones de un burgués” o “Divorcio en Buda”, y sin embargo es el primero de los que se han traducido y publicado en España. Supongo que, en orden cronológico inverso, editarán el resto, los otros volúmenes de diarios.