El mes de junio. Mes difícil, complicado. Nunca me entusiasmó este mes, siempre se me ha hecho incómodo afrontarlo. Los estudiantes deben superar los exámenes y pasar de curso, el polen aún flota en el aire y nos machaca a los alérgicos, julio está a un paso pero parece que nunca llega, casi todas las películas que se estrenan en la cartelera suelen ser flojas porque dejan lo mejor para agosto y sobre todo para septiembre y octubre y, con este bochorno, la gente empieza a enloquecer. Enloquecemos temporalmente. Para el trabajador, para quien tiene las vacaciones en el mes de julio, atravesar junio no es muy diferente a la travesía final de un nadador. De uno de esos nadadores que se proponen grandes retos y logran hazañas cruzando enormes extensiones de agua durante horas. Esos nadadores, aunque comprueben que están acercándose ya a tierra, aunque avisten la meta ahí mismo, tienen aún que superar el tramo final, y éste es siempre el más costoso porque se han acabado las fuerzas y, cuanto más desea uno algo, más tiempo parece que le cuesta alcanzarlo.
Llegados a este punto del año, uno nota que la gente está más furiosa, que recelamos unos de otros, que estamos hasta el límite de lo que podemos soportar y tolerar (y podemos soportar y tolerar más, desde luego, pero las fuerzas se acaban y el cansancio nos mina). Nota uno, o se lo dicen directamente, que el personal empieza a estar harto de todo, que siente deseos de mandar al mundo a la mierda e irse de vacaciones o cortar lazos con aquello que lo ate a las responsabilidades, a los horarios y a las obligaciones. En Facebook lees los comentarios de los usuarios y están (estamos) agonizando de calor, de rutina y de cansancio. Después de las vacaciones, o de pasar una semana por ahí, sin curro, la gente regresa como la seda. Ya no le importan tanto las malas noticias ni los problemas que afectan al mundo: ha descansado. Esto se nota también en los funcionarios, muchos de los cuales se dedican a mandar anónimos comentando las noticias que más les enfurecen. Tras las vacaciones volvemos más suaves.
En particular esto se palpa en las ciudades grandes. Pones a unos cuantos ciudadanos a rular por las calles y por el metro, con sus ansiadas vacaciones a un paso (pero que no parecen llegar nunca), y el sol de estos días los achicharra, y los ánimos se encrespan, y la ciudad se te antoja una inmensa olla a presión dentro de la que podría ocurrir cualquier cosa, especialmente si es grave. Lo notas en los vecinos que discuten en las aceras. En las madres del balcón de enfrente, que abroncan a sus hijos con más rabia. En las declaraciones de la gente que está harta de pasar calor, asfixiarse en el metro, soportar al compañero de oficina o hacer horas extras. Con estas temperaturas y la paciencia al límite, por si fuera poco, dormimos menos. O dormimos mal. Los pisos se convierten en hornos. El que logra escapar ya unos días, o se toma las vacaciones en junio, no es bien visto por sus colegas de curro. Y se amontonan las facturas sin pagar porque estamos en plena crisis. Madrid parece, cuando uno sale un rato por ahí, una gran olla a presión. Y lo cierto es que uno se siente como un garbanzo. Los calores determinan nuestro carácter. Y en esta época todos nos quejamos. A todos nos va mal, peor que al vecino o al amigo. Cada uno tiene sus problemas y no quiere escuchar los de los demás. En fin: y aún toca nadar un poco más para alcanzar la orilla del verano, para liberarnos del estrés y las obligaciones. Siempre lo hemos logrado y nadie nos va a parar ahora, ¿no? Ánimo.