Cada vez resulta más caro tomarse alguna bebida en los bares de Madrid. En muchos de ellos; en otros, los menos, mantienen unos precios prudentes. Prudentes, al menos, para estos tiempos de crisis. En ocasiones estoy tentado, cuando entro en una tasca o en un pub, de preguntarle al camarero el precio de las consumiciones. “Oiga, ¿puede decirme cuánto cuesta una caña de cerveza?”. Nunca lo hago, claro. Entre otras cosas por pudor y por no quedar como un rata, pero después me arrepiento. Justo en el momento en que nos dan el sablazo.
Recuerdo un concierto de un amigo, en un bar madrileño, en el que dos claras de cerveza con limón costaban tanto dinero que tuvimos que recurrir a la tarjeta de crédito. Menos mal que en algunos garitos pueden cobrarte de ese modo, porque la cartera no lo soporta. En aquel bar del que hablo tuvimos que conformarnos con una sola bebida para todo el concierto. Las consumiciones eran demasiado caras como para repetir. Aguantamos la sed hasta que los músicos dejaron de tocar. Por fortuna no había mucha gente. Esto lo digo porque en los conciertos uno tiene sed, pero aún más si el local está petado. Lo sentí por mi colega, claro. La semana pasada fuimos al recital de unos amigos en un bar. Lo suyo es pedirse algo de beber en estos actos, sobre todo cuando el garito está vacío y el camarero te ficha nada más entrar por la puerta y en la barra estáis sólo cuatro o cinco personas. El caso es que pedimos un par de tintos de verano, que en esta época de calores es una bebida que refresca y viene bien para combatir la sed. Cada tinto de estos valía tres euros con cincuenta céntimos. Sé que a algunas personas igual les parece poco, pero yo estoy acostumbrado a frecuentar sitios baratos. Tres euros y medio se pueden destinar a mejores fines. Las revistas de cine que yo compro habitualmente cuestan menos dinero. Por ese precio, en muchos garitos de Zamora te tomas una copa bien preparada. Con ese dinero te puedes comprar casi cuatro periódicos. En la Cuesta Moyano me he comprado por ese precio libros muy buenos, en oferta. Luego se quejan las autoridades porque los chavales hacen botellones. O porque asaltan a escondidas el mueble-bar de los padres. En esas ocasiones en que sales de casa con poco dinero o no has planeado gastarte más allá de un par de euros, cuando te cobran y te pillan desprevenido hay que decirle al tío que está detrás de la barra que vas al cajero de la esquina, en el caso de no tener en el bar un lector de tarjetas. Luego está el asunto del timo de los mojitos en ciertas tascas. El clásico mojito aguado, que sólo sabe a gaseosa con limón, que tiene un exceso de hielo (truco para que quepa menos líquido), y que aún así tardan quince minutos en preparártelo, y que cuesta siete u ocho euros. Y que, repito: no sabe a nada.
Por culpa de estos tiempos de crisis y de precios abusivos y de garrafón y de copas aguadas, toca pensárselo dos veces antes de dar una moneda a un vagabundo. Cuando caminas por las calles de Madrid te piden constantemente dinero y tabaco. Ser desprendido, en la actualidad, te puede llevar a convertirte finalmente en uno de esos tipos que te piden limosna. Es habitual escuchar, hoy, que ha ido poca gente a tal o cual concierto, o que la gente compra menos en la Feria del Libro, o que los bares están vacíos, o que no hay cola en el teatro. Claro, señora, porque nadie tiene un céntimo y la vida está muy cara y no sé cómo vamos a acabar. La próxima vez que entre en un bar de por aquí voy a preguntar por la lista de precios.