Tengo un colega, escritor y extranjero, que lleva ya unos años viviendo en España. Escribiendo en castellano y tratando de publicar sus libros en este país. De vez en cuando me escribe para contarme sus vicisitudes con los editores. Se nota que está harto, como lo estamos todos, pero él reviste sus correos electrónicos de apuntes irónicos. Porque el humor, en el fondo, también es una forma de supervivencia; de aceptar las cosas con cierta deportividad antes de quemarse por completo. Así que recibo correos suyos, nos reímos ambos durante un rato y le mando respuestas de apoyo. Y, por supuesto, le doy ejemplos propios, para que vea que el panorama es así siempre. Porque falta educación en este país y de eso nos quejamos ambos.
Para empezar, a menudo toma la resolución de llamar primero (por teléfono) a las editoriales, para tantear un poco. En algunas de estas editoriales, las menos, no le cogen el teléfono. En otras sí lo hacen, responde al aparato una secretaria o algún lector de originales aburrido y siempre le da la misma respuesta: el editor ha salido o está en una reunión; y la variante b: ya te llamaremos. Esto me recuerda lo que me contaba hace años un escritor zamorano, que intentaba ponerse en contacto por teléfono con su nuevo editor y nunca había manera de conseguirlo. Un día logró que se pusiera al auricular y el escritor se lo soltó: “Oye, es más difícil hablar contigo que con el presidente del Gobierno”, o algo similar. Pero volvamos a mi colega del principio. Se quema con frecuencia porque, una vez agotada la vía telefónica y sin obtener resultados, opta por los correos electrónicos. A veces le rechazan un libro cinco minutos después de haberlo enviado. O le dicen que sí, que le aceptan el manuscrito, que sólo tiene que mandarles la fotocopia de su carnet de identidad junto con un ingreso de casi tres mil euros y que ellos se encargan de publicarlo. Lo más triste fue cuando por fin le aceptaron una novela y empezó el proceso de prepublicación. Lograba quedar con el editor en alguna cafetería y éste llegaba una hora tarde. Mi colega tiene amistad, además, con un escritor norteamericano del que todavía no se ha publicado nada en España, pese a su éxito (moderado, quizá, pero éxito al fin y al cabo) en Francia, Italia o Estados Unidos. Dicho escritor está en tratos con una editorial española para que le publiquen un libro aquí, y el hombre está alucinado porque todas las semanas le dicen en esa editorial: “La semana que viene te digo algo” (para concretar si le publican o no), y esa semana, como habrán adivinado, nunca llega. No sé si en otros países existe este maltrato, esta falta de educación, pero tampoco me importa porque lo me importa, lo que me atañe, es el país en el que vivo. Y es un país en el que se deja a la secretaria a cargo del teléfono no para que te solucione un problema o te resuelva una duda, sino, simple y llanamente: para despacharte por la vía rápida, que consiste en dar largas.
Aunque lo cierto, y creo que alguna vez se lo he dicho a él, es que no todo el panorama es tan sombrío. Aún queda buena gente, hombres y mujeres con educación que sí responden al teléfono y a los correos electrónicos y que, en el fondo, tienen paciencia de santos. No son muchos, claro. Y sospecho que ya van quedando menos. Pero la verdad, repito, es que se portan. Al menos contestan. No obstante, mi colega se ha topado con demasiados casos como los que mencionaba al principio. Yo creo que es un mal de este país. Spain is different. La mala educación, y eso. Como me dijo mi colega: “Supongo que sólo nos queda acostumbrarnos a estos tipos, y de vez en cuando darles una patada en el culo para que sepan que estamos vivos”.