miércoles, mayo 13, 2009

Servidumbre de la salud

Algunos viajes te cambian la vida, aunque sea de manera poco perceptible. Aunque apenas lo notes en tus costumbres o en tu modelo de rutina. Otros te cambian de manera radical. No se trata sólo del viaje en sentido estricto, sino también metafórico: ir al médico andando desde casa puede convertirse en un viaje existencial si las noticias son importantes, con independencia de si son buenas o malas. James Joyce nos demostró que las odiseas pueden darse dentro de la misma ciudad, que no es necesario surcar mares y desembarcar en islas como Ulises.
Pero el viaje del que hablo es real, y también metafórico. El viernes pasado, en mi ciudad, tenía cita con el dermatólogo. En temporadas calurosas, y desde hace un par de años, notaba en la cara cierta erupción que devenía en extraños granos, como si hubiera regresado a la adolescencia. Sospechando que podría ser alergia a alguna comida o a algún champú, intenté mudar ciertos hábitos. Al final opté por la visita al dermatólogo. Al parecer, el misterioso origen de las erupciones está en que padezco una “rosácea” o “acné rosáceo”. Busquemos una explicación sencilla en Google: “La rosácea es una enfermedad crónica de causa desconocida que afecta a la piel de la cara”. Imaginen mi perplejidad: ¡Leche, pero si yo antes no tenía esto! Los cambios bruscos de temperatura y ciertas prácticas poco saludables originan la inflamación de los vasos sanguíneos del rostro. De ahí que a veces salgan granos o costras, es decir, la infección consecuente de no cuidarse. El dermatólogo me prescribe un tratamiento: pastillas durante tres meses, una crema protectora para el sol y aplicada cada vez que salga de casa y sea de día, y un gel que empezará a administrarse una vez terminados esos tres meses de pastillas. Luego ya veremos. No falta la temida frase que dicen los médicos (“Debe evitar…”) y que me apunta en un papel: “Es importante evitar las cosas que congestionan la cara: sol, alcohol, picantes, etc”. Y las comidas muy calientes. O sea, todo lo bueno. Todo lo que daña. Todo lo que me gusta.
Me pregunto, al salir de la consulta, cómo se vive sin sol, o sin echarle pimienta o tabasco a un buen filete, o sin tomar champán en Nochevieja. Quizá sean minucias, pero para mí son importantes. Por supuesto, una cosa es renunciar totalmente a aquello que te perjudica y, otra, moderarse. No me imagino siempre en la sombra, bañándome en el mar con sombrilla o con una careta, por ejemplo. Pero moderarse y evitar algunos excesos conducen a que uno cambia de hábitos, y por tanto de vida, aunque sólo sea en pequeñas dosis. Podría ser peor. Siempre hay algo peor. Podrías ser esclavo de otras servidumbres, como depender de la insulina. Al salir de la consulta me pregunto qué demonios ha pasado, porque hace unos quince años yo me sentía un hombre completo y sin fisuras. Sin alergias, sin enfermedades, sin rollos raros. Con los años el cuerpo se va deteriorando, supongo. Y ahora: alergia al polen y al polvo y a ciertos medicamentos, y esto de la rosácea. Y las dos operaciones de quirófano a las que me sometieron hace unos años. Y lo que vendrá. Nos debe dominar, tras cada visita a un médico, el espíritu de lucha. Podría ser peor, tienes que decirte. Así que en unos días te rehaces, lo asumes, te acostumbras, tiras para adelante. Porque no hay otra, amigo. Y, dado que estoy siempre expuesto a las críticas, sospecho que unos cuantos se preguntarán: “¿Por qué cuenta esto aquí?” Y sólo se me ocurren dos respuestas posibles: porque necesitaba escribirlo; y porque seguro que alguien sufre de lo mismo y tal vez se reconforta de algún modo, leyéndome. Mal de muchos, etcétera.