lunes, mayo 11, 2009

Precoces

En un supermercado. Estoy en la cola para pagar en caja, y es tan larga que empiezo a aburrirme. Delante de mí espera una mujer, calculo que tendrá más o menos mi edad. Llega una chica y se saludan. Ésta última se queda al lado de la otra. Empiezan a hablar, e intento no escuchar la conversación. Pero estoy solo, y hablan casi en voz alta y están a un palmo de mis narices. Lo quiera o no, oigo el diálogo. Algunas de las historias más interesantes se pillan en las colas del cine o del supermercado, en las peluquerías, en las barras de los bares, en el autobús. La gente dice muchas tonterías. Todos las decimos. Pero de vez en cuando se escucha algo interesante: una anécdota graciosa, una historia cruel, un chascarrillo memorable.
Las dos chicas hablan, se preguntan qué tal les va la vida, etcétera. A la recién llegada no soy capaz de calcularle la edad. Joven, y por un momento imagino que pueda tener veintitantos años. Por supuesto, me equivoco. Prosigue la conversación y sale a relucir la palabra “novio”. La más joven dice que no quiere saber nada, que se buscaría un novio pero no lo va a hacer “porque todos son malos”. Su voz y esa frase delatan cierta ingenuidad, como el que dice que todos los blancos son racistas o que todos los negros roban. Una generalización. La más mayor alega, comprensiva, que, chica, no son todos malos. Que alguno bueno habrá. O que, habiendo algunos buenos, “ya están cogidos”. La joven dice que tuvo un novio y era muy malo. Su interlocutora lo recuerda: ah, sí, tenía novio. “¿Y qué pasó?”, quiere saber. La joven dice: “Que tuve que dejarlo. Me pegaba, se drogaba, me ponía los cuernos. Se levantaba a las dos de la tarde, yo le ponía el plato en la mesa y en vez de agradecerlo, me pegaba”. Si la historia es dura, ahora viene lo peor: la edad de la chica. La mujer preguntó: “Y tú, ¿qué edad tienes?”. La otra: “Diecisiete años”. Se me hizo un nudo en la garganta. Si ya es una tragedia para una mujer, para cualquier mujer, sufrir las agresiones continuas de un violento en casa o en la calle, imaginen lo que será para una chiquilla que ni siquiera es mayor de edad, que no sabe nada de la vida, que está verde y cuya primera experiencia con los hombres consiste en soportar a un hijo de mil padres que la torea, la apaliza y la ha convertido en una esclava que le hace la comida. Me pareció normal que pensara que no hay hombres buenos, que todos somos malos. No habrá vivido otra cosa. La otra la animó, diciendo que ya encontraría a uno bueno.
Tal vez me esté volviendo viejo, pero las cosas no se hacían así en mi adolescencia. Una menor de edad conviviendo con un tipo que, además, se la cepilla, es infiel y la sacude. ¿Qué es lo que está fallando? ¿Dónde están los padres de ella? Esas situaciones luego devienen en casos de adolescentes asesinadas por chavales; ya hemos visto varios ejemplos en los últimos meses, no es necesario mencionarlos. Y aquí voy a apuntar algo que quizá no sea políticamente correcto, pero que ha dado lugar (y sigue dando) a matrimonios fracasados, a mujeres infelices, a maltratos domésticos, a broncas e infiernos e incluso a la muerte: la atracción por el macarra adolescente que tiene piel de lobo sobre piel de lobo. La atracción de las chicas por el clásico tío que va en moto, tiene navaja, fanfarronea delante de los colegas y nunca pisa en clase. Se casan pronto con él. Consideremos que existen dos clases de macarras adolescentes: los que lo parecen pero, en el fondo, son pedazos de pan, simulan una fachada y tienen su corazoncito; los que lo parecen, lo son y lo serán siempre. Cuando yo era un chaval, las chicas se enamoraban de esos macarras. Y así les fue a algunas.