Llegué a mi ciudad en la madrugada del viernes al sábado, en torno a las dos y media, con los ojos aún sacudidos por el reflejo de los relámpagos que cayeron para alumbrarnos el camino. Fue uno de los mejores viajes de los últimos años. Los rayos me hicieron tragar saliva porque caían cerca del asfalto, pero las carreteras estaban vacías, desiertas, y así da gusto viajar. A la salida de Madrid, por una vez, no había atasco. En las gasolineras, en una parada para reponer fuerzas y comer y beber algo a mitad de camino, apenas dos o tres personas. Los viajes nocturnos tienen un halo de irrealidad, como si estuvieras dentro de una película de David Lynch o como si navegases por un sueño (que para el caso es lo mismo: los sueños y el cine de Lynch). Entrar en tu ciudad de madrugada, cuando las calles del entorno del hospital están vacías, tiene cierto paralelismo con adentrarse de puntillas en un dormitorio, en silencio y con cuidado de no despertar a los inquilinos que allí duermen. Es como colarse en un edificio por la puerta de atrás. Entras sin hacer ruido, cuando los semáforos ya están en ámbar y los cines y algunos cafés están cerrados y sólo quedan quienes van de un bar a otro o han decidido irse a dormir de una vez. Nadie se entera de que llegas, salvo quizá los gatos que rondan de noche a la caza de una raspa caída del contenedor.
Y, hablando de gatos, en esta ocasión descubro que el felino que aparece y desaparece en el patio donde está mi propio gato, no es una amenaza, no es un gato que quiera pelea, sino una gata en celo. Mi gato se ha echado novia. Los dos se observan, se miran, se estudian de esa manera especial que sólo poseen los felinos. La gata tiene tres colores y es guapa y me mira a mí con interés. Los dos se han conocido en ese patio por cosas del destino y espero que así den menos guerra. Los felinos pueden volver loco a un hombre con sus caprichos. El cansancio me domina en estos días y ni siquiera me aventuro a entrar en los bares, tras llegar de madrugada. Prefiero ir a dormir. Al día siguiente, por la tarde, noto revuelo en las calles del entorno de la Plaza Mayor, hay animación y no sé por qué, hasta que me dicen que el F. S. Zamora ha ascendido a División de Honor y esto para mí, que no entiendo del tema, requiere traducción simultánea. Pese a mi ignorancia, les doy la enhorabuena.
En la ciudad me entero de que, este año, es el Ayuntamiento quien ha “cogido” la Feria del Libro, que estaba ya agotada pese a los esfuerzos de unos pocos libreros. Serán apenas unos días, pero es mejor que nada. También me entero de que la primera idea que tuvieron, en el Ayuntamiento, fue contratar a Boris Izaguirre como pregonero. Llevar a Boris Izaguirre de pregonero a una Feria del Libro es equivalente a invitar a Paris Hilton a ser presidenta del jurado del Festival de Cannes. Es igual que contratar a Steven Seagal para que dé clases de actuación en una academia de cine. Es, en definitiva y resumiendo, una idea descabellada, un equívoco. Por fortuna, al final el pregonero será Luis Antonio de Villena. Ahora lo que cuenta es no sólo ese apoyo de las instituciones y de la organización, sino que la gente salga a la calle, visite las jaimas que van a poner en la Plaza de Claudio Moyano y eche un vistazo a las novedades. Veremos si sale bien. Porque el problema de Zamora ya no es sólo que nunca nos pongamos de acuerdo para cualquier proyecto (puentes, parkings, etcétera), sino el desinterés en los proyectos que salen adelante, la falta de ganas y de compromiso. Somos así, pero podemos cambiar.