Cuando se publiquen estas líneas, ya llevaré algunas horas en Zamora. La espera ha tenido algo de suplicio. Uno cree que puede aguantar hasta el Martes o el Miércoles Santo sin volver al ambiente de su ciudad y, entonces, camina por las calles de Madrid el Domingo de Ramos y advierte que nada es igual. Supe que era Domingo porque vi unos puestos ambulantes cerca de Sol donde vendían ramas de olivo. Pregunté a qué venía aquello y me dijeron: “Es Domingo de Ramos”. Lo había olvidado. Es un ambiente que en la capital no se capta con la misma intensidad que en mi tierra. No me refiero a caminar por las calles y encontrarse de lejos con una procesión. Es otra historia. Resulta difícil de describir. Hay como un júbilo en el aire que no se da en todas partes y va más allá de lo religioso. Quienes no han vivido aquí no saben lo que significa y, peor, no acaban de comprendernos. Quieres irte a tu tierra durante estos días y te dicen: “Pero si tú no eres religioso” o “No te imagino en una procesión”. No pueden entenderlo porque, le pese a quien le pese, en el fondo no es un asunto de religión, sino de tradiciones, de folklore, de repetir días y noches que incluyen ciertos ritos que la gente joven no olvida, a saber, la ruta de los bares de tapas, el reencuentro en las calles, la reunión con los amigos que vuelven como en Navidad, el olor de las almendras garrapiñadas, el tufo a naftalina de las túnicas flotando en algunos rincones, el entusiasmo de los adolescentes que hacen creer a sus padres que se ven tres veces cada procesión y luego se van de cañas, el esfuerzo físico que requiere aguantar de pie muchas horas sin dormir y yendo de aquí para allá. Para disfrutar de los Sanfermines no es necesario que te gusten los toros. La gente va por una suma de motivos, entre ellos el ambiente. Tres cuartos de lo mismo pasa con la Semana Santa. No se escandalicen: la mayoría de los que regresamos no solemos ir a misa ni rezamos ni nos interesan estas cuestiones. Es la verdad, aunque pocos se atrevan a proclamarla.
El lunes se hizo especialmente largo. Y no lo digo sólo por mí. Lo digo por colegas que estaban lejos de la ciudad y que no veían el momento de salir del curro y enfilar hacia Zamora. O de esperar al día siguiente, con la maleta ya preparada. Encontré en Facebook algunos comentarios al respecto. El lunes, a las ocho de la mañana, desde el balcón, no vi a nadie ir al trabajo, como suele ocurrir cada día cuando me asomo a esas horas. Se notaban las vacaciones. Se notaba que alguna gente no tenía que trabajar. Y no se notaba la Semana Santa. Me refiero, de nuevo, a ese ambientillo especial de estos días: ya sabes lo que significa. Se necesita haber vivido en nuestra provincia para comprenderlo del todo. Desde el balcón, para mí sólo era como una especie de domingo raro en el que me hubiera dado por madrugar.
En estas semanas algunos colegas han regresado a la ciudad para establecerse de nuevo en ella. Vuelven a vivir aquí. Les ha costado lo suyo: diversos trabajos, años en otras tierras, viajes de ida y vuelta. Pero lo han conseguido. Y así están felices como críos con zapatos nuevos. Es como si se cerrara un círculo. La gente sale de aquí tras completar los estudios, se busca la vida y, en cuanto tiene una oportunidad, vuelve y alquila un piso. Algunos sólo pueden hacerlo cuando ya cuentan con más de una arruga. Otros amigos andan con ganas, también, de regresar a nuestra tierra. Es su intención, eso me han dicho. Todo esto resume lo que ocurre en esta ciudad de emigrantes, algo que olvidan a menudo quienes se quedan en ella para siempre: que los zamoranos no emigran por capricho, sino por necesidad.