La gente tiene tendencia a juntarse con la gente. La masa es un monstruo que necesita un palo con una zanahoria para que todos vayamos en la misma dirección. Volví a comprobarlo el Día del Libro. Para mí este evento se celebra todos los días del año, ya que es rara la tarde que no leo o que no voy a merodear por las librerías. Pero, como escribí el jueves en este rincón, hacían descuentos del diez por ciento y uno tiene que aprovechar estas cosas (ya saben: la crisis, y tal). Hasta el último minuto de la tarde me lo estuve pensando. Sabiendo que no debería ir a dar una vuelta por el centro, que las calles y las librerías iban a estar hasta los topes. El diez por ciento es tentador, y había ido posponiendo la compra de tres o cuatro libros para conseguir ese pequeño descuento. Así que fui. Llegar hasta los puestos callejeros de Gran Vía o Preciados era una tarea épica. Ciertos títulos sólo se pueden encontrar en las grandes superficies porque son las primeras en recibir las novedades, y otros sólo se pueden encontrar en las librerías modestas porque no se distribuyen en las grandes superficies. Mi intención era recorrer las dos clases de local. Empecé por Fnac y La Casa del Libro.
Probablemente esto ya lo he escrito otras veces y me da igual repetirlo: ¿por qué el personal tiene tan mala educación? Se supone que son lectores, y por tanto educados y comprensivos, pero no nos engañemos: en el Día del Libro las librerías se llenan de no lectores, de gente que sólo va a comprar dos veces al año. De ahí que me fuera cabreando a cada paso: volúmenes de bolsillo abandonados en los anaqueles que no les correspondían (lo hacen los compradores arrepentidos a última hora), cómics caídos en el suelo (me agaché a recoger uno y lo puse en el estante, ya que el personal que pululaba por allí parecía reacio a doblar el espinazo), pilas desordenadas. Un caos. Hubo un momento en que, hojeando alguna novedad, levanté la cabeza para estudiar con detenimiento la actitud de la masa. ¿Adivinan qué hacía el noventa por ciento de la gente? Pasar. Pasear. Pasar de aquí para allá sin detenerse de verdad a echar un vistazo a los libros. Sólo unos pocos palpaban los ejemplares, parecían reflexionar sobre si iban a comprar o no. El resto sólo se sumaba a la marea humana, al río de carne que entraba por la puerta, iba hasta el fondo en plan mirón y se daba la vuelta. Es decir: como cuando vamos a una feria, o atravesamos una plaza en fiestas, o salimos a la calle porque sí, porque hemos oído que hay ambiente y hay que estar metidos en el ajo. Lamentable. El Día del Libro, en Madrid, no se diferencia mucho de la Noche de Reyes o de la Noche en Blanco o de los carnavales: siempre consiste en personas juntándose y mirando. En ríos y afluentes de brazos y piernas.
Encontré en La Casa del Libro un poemario que andaba buscando. Pero me agobió la muchedumbre. No quería esperar en la cola ni soportar los codazos de la marabunta y huí a la librería del Círculo de Bellas Artes. Nunca recuerdo su nombre (“Luego te lo miro”, como dirían en Muchachada Nui). Al menos no había tanta gente. Mientras estaba por allí, a salvo de las masas, aparecieron dos hombres y se pusieron a tocar famosas melodías, y alguien repartió copas de vino tinto. No había libros caídos ni desordenados. Es la diferencia entre quienes aman el libro de veras y quienes van sólo a mirar, dan un codazo a un volumen y ni se molestan en recogerlo. Es una falta de respeto. Escribía el editor Constantino Bértolo, en Público, que España, siendo uno de los países europeos donde menos se lee, es a la vez uno de los que más títulos editan. El Día del Libro tiene compradores y curiosos, pero pocos lectores.