En el mismo día (once de marzo: una fecha trágica desde hace años y para siempre) leo tres titulares parecidos, tres noticias sobre gente que coge un arma y empieza a disparar al prójimo. Los leo en el mismo día, pero no suceden todos en esa fecha. “Un taxista jubilado mata a tiros a una médica” (El País). Ocurrió el martes en un hospital de Murcia. Cuatro de la tarde. El hombre fue a recibir su tratamiento habitual. Le dijeron que volviese luego. A la hora indicada no apareció. Lo hizo más tarde, armado con una pistola. Mató a la doctora y después hirió al conductor de la ambulancia. Esto nos demuestra la poca seguridad que hay en los centros sanitarios. En “Último recurso”, un episodio reciente de “House”, un paciente desesperado porque ningún médico es capaz de averiguar qué enfermedad lo doblega, entra en el hospital donde trabaja Gregory House. Apuntando al personal con una pistola se las arregla para tomar rehenes y exigir al protagonista que trate de elaborar un diagnóstico de su extraña enfermedad. Alguno de los prisioneros se lleva un balazo para demostrar que el asunto va en serio. Un colega médico me ha contado casos (estoy hablando de Zamora) en los que el paciente se pone violento: tíos beodos y heridos, personas con problemas psicológicos, gente así. En dichas situaciones se debe actuar rápido y llamar a seguridad y a la policía. En las consultas los doctores son vulnerables: sólo están ellos y el paciente. Ahora, después de esta tragedia, los sindicatos médicos piden algunas medidas de seguridad: timbres de alarma en los despachos o detectores de metales. No es mala idea. Me dirán que los chiflados con arma pueden aparecer en cualquier sitio, en lugares sin detectores ni vigilantes, pero los hospitales congregan toda clase de fauna. Especialmente en Urgencias y en sus noches revueltas de fin de semana.
Segundo titular: “Al menos diez muertos en un tiroteo en Estados Unidos” (El País). El asesino, que se suicidó tras la matanza, era un tipo llamado Michael McLendon. La historia es bastante horrible y prefiero copiar unas palabras del reportaje que salió al día siguiente en el periódico: “El sangriento rastro de McLendon comenzó en el hogar de su madre, en Kinston, donde disparó a sus cuatro perros. Luego la asesinó a ella, arrastró su cuerpo hasta la calle y construyó una macabra escena: la sentó en un sofá y colocó el cuerpo de un perro en su cabeza, otro a sus pies y los otros dos debajo del mueble. Luego lo roció todo con gasolina y le prendió fuego”. Con dos rifles y una pistola salió “de caza”. En su camino eliminó a la mitad de su familia, a civiles y a policías. Dicen que llevaba una lista negra de las personas y compañías que se portaron mal con él. Se pegó un tiro en una de las empresas donde había trabajado. Esta vez no ha ocurrido en un instituto, como es habitual en EE.UU.
Y el tercero: “Un adolescente alemán desencadena una matanza en su antiguo colegio” (El País). Esta es la historia que mayor cobertura ha tenido en nuestro país. La más trascendente, tal vez por el número de muertos: quince. Pero las informaciones empiezan con mal pie. Leemos: “Tim Kretschmer, un adolescente solitario de 17 años, amante de las películas de terror”. Ya estamos con lo de siempre. “Amante de las películas de terror”: como si eso fuera la causa de su locura. Pero resulta más fácil echarle la culpa a las películas y a los videojuegos que pedirle responsabilidades a la sociedad y a los individuos. Yo soy “amante de las películas de terror” y no salgo por ahí a cargarme a la gente. Los espectáculos no tienen la culpa de los desequilibrios. El adolescente también se pegó un tiro en la cabeza.