Mi vecina nos pidió que bajáramos con ella al garaje. Sería cosa de un minuto. Albergaba sospechas. Creía que alguien estaba durmiendo allí. Sí, en el garaje, en la última planta. Dispone de tres plantas, es un garaje algo tenebroso, como lo son casi todos, con recovecos y esquinas imposibles por las que los conductores se ven obligados a hacer mil maniobras. Tiene otro problema: su último tramo de subida hacia las puertas de salida está al descubierto. Carece de techo. Encaramándose a una cornisa se puede acceder al patio. Y desde el patio no es muy difícil saltar al solar en construcción donde, en verano, los hippies preparan sus tinglados: barbacoas, proyección de películas, charlas, etcétera. Basta con ser hábil en los saltos para pasar de dicho solar al patio que precede al portal del edificio y de ahí al garaje.
Bajamos, pues, hasta la tercera planta, la última. Salimos por la puerta. Lo de estas puertas es curioso: necesitas una llave para salir al garaje, pero no para entrar de nuevo a la zona del ascensor. Al salir por allí, uno suele torcer a la izquierda, que es donde están la mayoría de las plazas. Nuestra vecina dijo que torciéramos a la derecha. Porque había allí, tras una pequeña curva, un recodo en sombras que pasaba desapercibido. Uno de esos rincones de techo bajo donde no puedes meter un vehículo de cuatro ruedas, pero tal vez sí una bicicleta o un par de cachivaches. En un primer vistazo parecía la acumulación de objetos de alguien poco cuidadoso y desordenado, el dueño de una plaza al que no le importa que los demás vean los restos de alguna especie de naufragio. Es decir, daba la impresión de esas buhardillas o sótanos o trasteros donde uno acostumbra a apilar lo que no le sirve ya pero se niega a tirar: una cómoda rota, una máquina de escribir, alguna estantería, una caja con viejos papeles inservibles. Y, en efecto, había un montón de trastos de ese pelo por allí dispersos. En un segundo vistazo me pareció ya otra cosa. Mirando con más detenimiento, me dio la impresión de uno de esos rincones llenos de basura donde no es difícil que aniden las ratas, moviéndose a sus anchas por un territorio repleto de escondites para ocultarse. Estuvimos un rato observando. Y entonces el tercer vistazo me confirmó las sospechas de nuestra vecina. En efecto, allí pernoctaba alguien.
En los primeros vistazos, con el rincón en sombras, uno no era capaz de distinguir las piezas que componían aquella estampa sucia y caótica. Pero luego me fijé en que, casi al fondo, había un colchón plegado encima de un mueble. En que había algunas mantas y un bulto de ropa que podía hacer perfectamente las veces de almohada. El conjunto presentaba una imagen propia de nido. Es decir, como esa especie de nidos llenos de trapajos, periódicos y mantas raídas que suelen preparar los mendigos que duermen en los soportales de Madrid. Pero lo más concluyente fue algo en lo que al principio no reparé: un paquete de seis botellas grandes de agua mineral. Nadie con una plaza de garaje compra seis botellas de agua mineral y las deja allí mismo. No tiene ningún sentido. Cualquiera se las podría quitar: un gracioso o algún vecino con mala idea. Así que está claro que hay al menos una persona durmiendo en el garaje. Meses atrás conté aquí la historia de un hombre invisible que dormía en el portal, pasando del ático a los cuartos de la basura para que no lo pillasen. Hasta que vino la policía y el tipo huyó. Lo llamo “hombre invisible” porque nunca lo vimos, pero sí notamos sus huellas: orines, excrementos, ruidos nocturnos y madrugadores. Sospecho que es la misma persona. Y la idea le inquieta a uno.