Juzgan estos días al fulano joven que agredió y vejó a una chica ecuatoriana en el tren. Dice que se arrepiente de lo que hizo. Pide perdón. También alega que no recuerda nada de aquella noche. Y en las imágenes de entonces se le ve con el móvil pegado a la oreja. Una actitud que no guarda mucha relación con la clásica persona que va hasta las cejas de alcohol y droga. Pero en ocasiones no basta con pedir perdón. Me parece a mí que esto de pedir perdón está sobrevalorado entre nosotros. Oiga, mire, que sí, que le he partido la boca a esa mujer, pero me arrepiento, así que hagan el favor de perdonarme. Lo que necesitamos no es que los demás lo sientan, sino que no cometan errores, que no sean violentos, que no vayan por ahí haciendo daño a otras personas. Es como el caso típico del marido que apalea a su mujer. Ella se va de casa y luego él acude a los suegros (si viven aún), a llorar un poco, y acude a los hijos (si los tiene), a llorar otro poco más y después le dice a la mujer que lo siente, de verdad, que ya sabe cómo ha estado de tenso en el trabajo últimamente, y que en el curro lo putean y llega nervioso a cenar. Pero que lo siente. Lo siento mucho, de verdad. Me arrepiento, te pido que me perdones y te prometo cambiar y no volver a hacerlo. El daño ya está hecho. Lo que se necesita no es el arrepentimiento, sino evitar el error y la violencia. Evitar el mal. El tipo en cuestión le echa la culpa a las drogas y al alcohol. Pero las sustancias no son las culpables. Culpable es el uso que hagamos de ellas. Ya lo decía Torrente: que la droga no es mala, no muerde por sí misma.
Por eso digo que está sobrevalorado entre nosotros el arrepentimiento. La culpa. De niños nos enseñaban en la iglesia que basta arrepentirse de los pecados y rezar cuatro avemarías y tres padrenuestros para que la culpa se esfumara. Grave error. Grave error porque muchos de nosotros, al errar en nuestra conducta infantil y sentir el aguijón de la culpa rondando por el estómago, pensábamos que daba igual. Que luego era cuestión de confesarlo todo y de rezar lo que mandara el cura. Y así no se puede, hombre. Propongo que al fulano que agredió a aquella chica le dé una paliza un grupo de tíos briagos y ciegos de ácido, como dice él que estaba cuando la atacó, y que luego, eso sí, le pidan perdón. Oye, mira, que lo sentimos y tal. Nadie se merece una paliza así. Pero compréndenos: la noche, el alcohol, la ira, las drogas… No estábamos en nuestros cabales. Es más: no recordamos nada. Hazte cargo y perdónanos. Y te quedas con la paliza, claro.
En esta clase de juicios los acusados siguen un patrón de conducta. Estamos hartos de verlo en la tele. Primero acatan una actitud chulesca, de matones de barrio. De amagar con el puño para que los cámaras crean que les van a meter un golpe. Luego van agachando las orejas, con las detenciones y mientras esperan a que se celebre el juicio. Finalmente, muestran una actitud llorona. Arrepentimiento. Confesión. Culpa. Oiga, mire, que en el fondo yo no soy malo. No se sabe si lo sienten de verdad o no, pero las penas se rebajan de ese modo. Cuando asumes tu culpabilidad y dices que vas a enmendarte. Estamos cansados de ver casos así. Gente apaleada. Mujeres molidas a golpes. Vagabundos quemados vivos. Y luego los culpables diciendo que lo sienten mucho, que se les fue la mano, que no era su intención. Pues no lo sienta usted tanto y asuma su castigo. Asumir la culpa y pedir perdón ya no basta. Porque la mayoría lo utiliza como un escudo. La excusa perfecta. Fui malo, pero ahora soy bueno, ustedes perdonen.