Despierto más pronto de lo que había previsto. He dormido poco. Al principio me cuesta reconocer el lugar en el que estoy. Suele ocurrirnos cuando pasamos una noche en un sitio en el que nunca antes habíamos estado, en otras tierras y en habitaciones nuevas para uno. Creo que despierto por la luz. La luz de la mañana se filtra en uno de esos cuartos en los que no hay persianas: sólo una cortina blanca, muy fina, que deja penetrar la claridad en la pieza. Las paredes son blancas, lo cual duplica el resplandor de la mañana entre estas cuatro paredes. El cuello duele al despertar: cambiar de almohada también causa ciertos perjuicios al cuerpo, que tarda en acostumbrarse a algunos de esos cambios. Saco la mano y palpo los objetos que he dejado junto a la cama: la funda con las gafas y el móvil. Están húmedos, fríos. Igual que la ropa. Suele suceder cuando duermes en una casa de pueblo durante el invierno. Que te pones los pantalones y están frescos.
Reconozco la habitación. Hago memoria. Miro en torno. Sólo hay una silla de madera, una pequeña mesilla y uno de esos muebles viejos que incluyen un lavabo antiguo con espejo y palangana. Madera y loza. Teníamos uno en la casa familiar, del mismo estilo. Y ahora mismo no sé si mis abuelos conservaron otro modelo. Ya saben cómo funciona. Se vierte el agua fresca de una jarra en la palangana y allí se hacen las abluciones. Mirándose al espejo y con la toalla a mano. Pero no lo hago. Me temo que el mueble sólo está allí de adorno, o por conservar una huella del pasado. Al otro extremo del diminuto pasillo hay un cuarto de baño moderno. No falta de nada, igual que en el resto de servicios de la gran casa rural: ducha, váter, lavabo, agua caliente, radiador, papelera, espejos. Si uno sale del cuarto y sube por las escaleras de caracol, pisando peldaños de madera que crujen con el peso de los cuerpos, llega a un altillo en sombras. Hay una sólida puerta, pero está cerrada con llave. Es un poco tenebroso y pienso en “El exorcista” y en los sonidos nocturnos que oían los personajes en la buhardilla donde empezaron sus problemas. Pero no hay ruidos, claro. No los hay en la casa, ni tampoco en el pueblo. Cuando digo que no hay ruidos en la casa me refiero a que no se oyen esos sonidos característicos de los hogares de antes: crujidos de la madera de las puertas, de los desvanes y de las vigas.
He dormido poco y me levanto con el cuello hecho puré. La ducha me repara algo. Desayuno un café y unas galletas. Hace buen tiempo en la calle. Ha salido el sol y a lo lejos, en la cumbre de las montañas, se ve la nieve. Lo bueno llega después, en la comida. Tras un trayecto en coche plagado de curvas, que me dejan el estómago revuelto, paseo por un pueblecito al pie de las montañas nevadas. La rasca obliga a ponerse el abrigo. En un mesón atestado de gente sirven raciones sabrosas y eso es lo que comemos: lomo, panceta, cecina de ciervo, ensalada, queso, revuelto de morcilla, etcétera. Y vino para beber, of course. Veo cazadores por el pueblo, o al menos tienen pinta de serlo. Luego compro un periódico. Busco lo que ha sucedido en Madrid en la víspera: esa persecución durante la que la policía disparó a un negro que iba por ahí armado con un cuchillo y que hirió a un par de agentes antes de darse a la fuga. Correrías por sitios céntricos: Plaza de España, Leganitos, Jacometrezo. La foto es impresionante: el herido en el suelo y los polis alrededor. Volvemos a la casa. No me entusiasman las casas rurales, lo reconozco. Esto es una vuelta al primitivismo, como diría Eloy Fernández Porta, lo que deriva en la “fiebre neorrural”.