Les digo a mis amigos que mi barrio ha cambiado. Que ya no hay tanta bulla, tanta bronca y tanta sangre como hace un año. Que la presencia policial casi constante le roba cierto carisma a la zona y me deja sin historias de peleas, pero a cambio puedo dormir sin interrupciones. Las sirenas se escuchan menos. Aunque todavía se escuchan: a menudo atraviesan la calle coches de policía a toda pastilla. Les digo que eso de las peleas diarias prácticamente ha acabado. Tras tomar algo en casa salimos a la calle y, justo entonces, nada más abandonar el portal, vemos unos metros más allá cómo dos tipos se pegan puñetazos. Hay gente que separa, gente que corre y, en breve, la reyerta queda disuelta. Son las tres de la madrugada. La situación logra, creo yo, que mis palabras no tengan valor. Digo que no hay broncas y salimos a la calle y nos topamos con una.
Por las calles de Madrid han colocado unas cien vacas hechas con fibra de vidrio y recubiertas de pintura y dibujos. Son muy coloristas y atraen a los niños. La iniciativa entra dentro de la CowParade. Un día te levantas, sales a la calle y en las aceras hay vacas de colores que fotografían los turistas y a las que se suben los niños, emocionados por las posibilidades de juego que ofrecen. Al parecer, CowParade ha recorrido otras calles de diversas ciudades del planeta. Veamos lo que dicen en la Wikipedia de esta muestra urbana: “El concepto es simple: artistas locales decoran esculturas de fibra de vidrio con forma de vacas; luego las esculturas son distribuidas por el centro de la ciudad, en lugares públicos como estaciones de metro, avenidas importantes y parques”. En la Plaza de Lavapiés colocaron dos de ellas y siempre tienen niños alrededor. Pero una no duró mucho. Creo que no llegó a estar dos días allí puesta. En la misma noche en la que presenciamos la pelea a puñetazos a un paso de casa, alguien se dedicó a arrancar una de las vacas de su soporte. Creo que están sujetas por tornillos a su soporte, pero dio igual. La vaca desapareció. A la mañana siguiente me lo contó mi vecina. Que ya se habían cargado una de las vacas y que se contaba que había aparecido su cadáver por Huertas (lo de “su cadáver” es de mi cosecha). Pero, buscando información en los periódicos, encontré otra versión distinta: cinco jóvenes la arrancaron para llevársela a su casa, cerca de Embajadores. Un vecino los vio, los siguió y al día siguiente la policía fue al domicilio de los chicos y la requisó. En cualquier caso, en el diario 20 Minutos contaban que otras vacas han sufrido destrozos en la ciudad. Es imposible llevar a cabo iniciativas de este estilo porque siempre hay hordas de fulanos que lo destruyen todo. Me pregunto si ha ocurrido lo mismo en otras ciudades.
Sigo con esa noche. El único bar abierto es el Candela. Nos metemos allí a tomar la última. El Candela es la Torre de Babel de los garitos. De madrugada se juntan diversas razas: blancos, chinos, árabes, negros, gitanos, etcétera. Nunca ha saltado la chispa, al menos en las veces en que he estado por allí. La chispa puede saltar porque se trata de gente muy distinta entre sí. Tomamos la copa que dan con la entrada. Siete euros. El Candela tiene algo especial. Tal vez sea la amplitud del local. O tal vez sea que sus paredes desprenden la sensación de que uno está pululando por un sitio mítico, cuna de famosos y cantaores. Al salir, un marroquí en torno a los cincuenta y pico años nos pide un pitillo. No tenemos. Empieza a hablar con nosotros y nos cuenta algo de su historia. Es un tipo majísimo. No entendí el motivo, pero nos enseñó sus papeles. Luego me fui a casa. Supongo que, a esa hora, ya habían arrancando la vaca.