Un hombre va a la oficina en la ciudad, confundido entre cientos de trabajadores idénticos a él. Es su cumpleaños, pero no parece un día especial. La noche antes ha vuelto a discutir con su mujer. Apenas se aguantan. El tipo decide invitar a comer a una de las secretarias del edificio en el que trabaja. Tras la comida y unas copas, se inventa una excusa y llama al trabajo diciendo que él y la chica estarán buscando archivos en otra de las plantas de la empresa. Acaba con la secretaria en la cama del piso de ella. Después se viste y llega a su hogar más o menos a la hora de siempre. Cuando abre la puerta, su mujer le sorprende. Sonríe, está radiante, se ha maquillado, se ha puesto un vestido, le pide perdón por su comportamiento de la víspera y le ha preparado una fiesta de cumpleaños junto a sus dos hijos: cena, tarta, unas velas. En ese instante al hombre lo tritura la culpa. Ha hecho algo que no debía y lo sabe. Se ha ligado a otra para eliminar el sabor amargo de sus disputas conyugales y para que el día de su cumpleaños (treinta, ya) sea diferente al de su existencia gris y rutinaria. Ha faltado a la nobleza que le debe a su esposa. Y, mientras él estaba por ahí, disfrutando de la infidelidad, su mujer y sus hijos preparaban su fiesta doméstica. La culpa y los remordimientos lo machacan. Tiene que sonreír sabiéndose un canalla. Tiene que disimular.
Este fragmento pertenece a la novela de Richard Yates, “Revolutionary Road”, traducida por las editoriales como “Vía Revolucionaria”, y ahora también a la película del mismo título de Sam Mendes, con Leonardo DiCaprio y Kate Winslet en dos de sus mejores actuaciones. En cuanto vi esta escena supe que Mendes había adaptado con habilidad a Yates. He citado varias veces este libro, pero nunca aclaro qué es lo que me gusta de sus páginas. Todo. Pero ese fragmento es uno de los más logrados por el autor. Consigue que sintamos la culpa y los remordimientos del padre. Justo el día en que decide pasar a la acción y echar una cana al aire es cuando los suyos lo reciben como si fuera la gran esperanza de la casa. Así, el peso de la conciencia es abrumador. Si al volver a su hogar las peleas hubieran continuado y no hubiera fiesta y todo indicara que es un día como cualquier otro, a él no le pesaría su traición. Quizá sonreiría por dentro mientras cena, pensando: “Sé algo que vosotros no sabéis. Es mi secreto. Mi propio regalo de cumpleaños”. En la novela, Yates utiliza las palabras: los pensamientos de él, cómo se siente, etcétera. Pero esto es muy difícil de llevar a la pantalla sin el recurso de una voz en off. Mendes y el guionista no la utilizan. La culpa y la conciencia atraviesan al espectador merced a la interpretación de DiCaprio. Lo que Yates nos contaba debe resumirlo el actor en su mirada, en sus gestos dolidos. Y lo hace. Esta es otra de las grandes obras de Mendes (“American Beauty”, “Camino a la perdición”, “Jarhead”). Entre sus próximos proyectos, por cierto, están un filme con guión del escritor Dave Eggers y una adaptación de “Middlemarch”, de George Eliot.
Sin llegar a la perfección de la novela, algo imposible de alcanzar porque estamos hablando de una obra maestra de la literatura, “Revolutionary Road” es una adaptación fidelísima. Quien crea que va a presenciar una historia de amor a lo “Titanic” está muy confundido. Los sueños inalcanzables, los proyectos aplazados y la conciencia de estar viviendo una vida que nadie quiere son representados en la pantalla con el dominio de un cineasta sabio, ácido y preciosista. Brillan los secundarios Dylan Baker y Michael Shannon (nominado al Oscar), y es injusto que no nominaran también a DiCaprio y Winslet. A mí me ha gustado mucho la película.