Va uno por ahí y se topa con ciudadanos cuyo comportamiento parece indicar que los han educado en una jaula de monos. Pero si los pusiéramos junto a un grupo de chimpancés comprobaríamos que éstos son más educados, más cívicos. Está esa clase de individuo que me encuentro casi a diario en las calles de Madrid. Suele ser varón, solitario, adulto ya entrado en años (algunos ya con canas y arrugas). Dicho individuo va caminando por la acera y, de repente, se para, se lleva una mano a la nariz, arquea el cuerpo hacia delante como si fuese a vomitar y, entonces, comprueba uno que se está sonando los mocos. Sin pañuelo. Las mucosidades y secreciones caen como un disparo sobre el suelo. ¡Plaf! Se puede oír incluso el impacto de la mocada sobre la acera. Suelen empezar por un agujero de la nariz. Luego, el otro. ¡Plaf!, otra vez. Se pasan el dorso de la mano por la napia para limpiar las salpicaduras y prosiguen su camino, como si tal cosa. No me imagino a una mujer haciendo eso. Las mujeres son más finas. Tienen sentido de la decencia. Casi todas: habrá excepciones, supongo. No me imagino haciendo eso a un caballero que se precie de serlo. ¿Tanto cuesta comprar un paquete de pañuelos de papel? ¿O llevar un pañuelo de tela con tus iniciales, metido en el bolsillo? Los hombres de antes, como mis abuelos, llevaban su propio pañuelo de iniciales bordadas en el bolsillo. Quedan pocos así.
Está esa mujer que va por los pasillos del supermercado. Empuja un carro de la compra, al pasar demasiado cerca de una estantería cae algo (una caja, un paquete de galletas, una bolsa de pan de molde), se asusta al escuchar el ruido tras de sí, se detiene, gira la cabeza, ve que ha caído con sus caderas un producto y, en vez de agacharse y colocarlo en su sitio, sigue adelante. Igual que si no hubiera pasado nada. Que ya se encargará de agacharse y recogerlo el reponedor de turno, o la cajera que esté de paso por allí. O quien sea. Ella no. Ella no se digna a doblar el espinazo para devolver a su lugar algo que ha tirado. Aunque sea por accidente. Está esa actitud que suelo ver tanto en las plantas de libros de Fnac. Un empleado joven (suelen ser jóvenes) está rellenando un anaquel con ejemplares recién salidos del almacén. Se le cae uno. O, peor, se le caen varios libros. Nadie se agacha. Nadie le ayuda. Cuando uno lo hace y va a recoger el libro para echarle un cable, el empleado está tan sorprendido por la actitud, por la ayuda, que da las gracias con un gesto de asombro. Lo dice como si fuera la primera vez que le sucede: que se le caigan los ejemplares y un desconocido le ayude.
Está, también, el fulano que acostumbra a dejar el coche delante de la puerta de un garaje. Fulano o fulanos, pues a cada rato es un tío diferente. Y lo peor no es que dejen el coche un par de minutos, sino que suelen desaparecer de la escena durante diez, quince, veinte minutos, o incluso media hora. Esa situación la observo varias veces al día en el garaje que hay bajo la ventana del cuarto donde escribo. Gente que viene del trabajo y no puede meter el coche en su plaza. Gente que va al trabajo y no puede salir del garaje, y tiene que tocar veinte veces el claxon hasta que el aludido desbloquea la salida. Y conductores maleducados que, cuando el otro les dice que lleva quince minutos esperando a que quiten el automóvil, aquellos contestan de malas maneras. Y encima se enfadan. Está, por supuesto, el espectador que, en el cine, enciende en diez ocasiones el móvil para enviar sus mensajitos. El maleducado que va al teatro. El que arroja desperdicios en el campo y en su ciudad. Y muchos maleducados más. Sería interesante saber de qué zoológico han escapado.