Cada vez que voy al teatro hay una posibilidad que me obsesiona: ¿y si ocurre algo que no está programado? Es decir, ¿y si a un actor se le olvida su frase? ¿Y si algún chiflado se levanta a mitad de función y grita algo contra los intérpretes? ¿Y si una actriz se cae del escenario después de tropezar? ¿Y si, entre el público, una anciana se desmaya o un señor sufre un infarto? ¿Y si suena con insistencia el móvil de alguien que está en la fila de atrás y todas las caras se vuelven hacia mí, creyendo que soy el culpable del ruido? Pero eso es precisamente lo que significa el teatro: riesgo, equilibrio, emoción, saber que el reparto está en la cuerda floja y no hay vuelta atrás y que, si falla alguien, no podemos retroceder. A pesar de la crisis, hay lleno en todas las funciones de unas cuantas obras que se representan en la capital. Ya lo dije una vez: el teatro es algo muy directo, una comunión en tiempo real entre público y actores y de momento no se puede bajar de internet. Con la mala época que atraviesa el cine español, los actores están apostando por otros territorios: la televisión, que proporciona celebridad; y el teatro, que da prestigio. Dicen que el teatro está caro, igual que lo está el cine, pero siempre hay modos de acudir a ambos: en días del espectador, con descuentos proporcionados por Fnac, con ofertas a las que hay que estar atento. En las últimas semanas he ido a ver un par de obras sobre el juego de la locura que ojalá terminen representándose algún día en Zamora. Me han permitido disfrutar de dos actores que, además de protagonizarlos, dirigen sendos dramas.
La primera es el “Enrique IV” de Luigi Pirandello. José Sancho interpretó el papel principal hace muchos años. Ahora ha vuelto a hacerlo. Y esta vez asume la dirección. José Sancho es una gran presencia del cine español. Es uno de esos tipos que, cuando aparecen, lo llenan todo con su vozarrón, con su energía. En esta obra es el protagonista: un hombre que se cree Enrique IV, o que finge ser Enrique IV, pues el desarrollo de la trama es una especie de juego, de acertijo para los secundarios y para el público, ya que todos tenemos que plantearnos si sufre de locura o si es sólo un ardite. Pirandello plantea varias cuestiones, que se podrían resumir en la frase que dijo Obi Wan Kenobi en “La guerra de las galaxias”, a saber: “¿Quién es más loco: el loco o el loco que sigue al loco?”. Los giros del argumento nos hacen dudar de su salud: al principio parece un loco; hacia la mitad, él mismo dice ante varios personajes que se trata de un fingimiento; pero el episodio con el que se cierra la obra nos deja con la duda. José Sancho ha salido bien parado tras alternar actuación y dirección.
La segunda es el reto que se planteó Juan Diego Botto, y del que había leído maravillas: dirigir y protagonizar “Hamlet”, junto a Marta Etura como Ofelia. Cuenta Botto en el programa de mano que una de sus intenciones era no aburrir al personal, y lo consigue. A mí “Hamlet” no me aburre, me apasiona. Pero reconozco que es una obra demasiado larga para montarla íntegra en un teatro. Pienso en la versión que hizo para el cine Kenneth Branagh, de cuatro horas (en el metraje sin cortes). Hay algunos parlamentos que eché de menos, como las alusiones a “la calavera de Yorick”, pero Botto transmite el desamparo, el dolor y la tristeza del Príncipe de Dinamarca con gran energía. Y, en cuanto a la dirección, se le nota la influencia del cine, o así me lo parece. Influencia que a mí me gusta, por cierto. Pienso en el final, con la voz en off del actor, el influjo de la música y ese farol que ilumina a los personajes muertos como si estuviéramos ante cuadros o escenas de una película tenebrosa.