Las cafeterías de las estaciones de servicio, los bares y restaurantes de carretera y demás locales situados entre una y otra ciudad son tierra de nadie. Tienen algo de frontera, de sitio donde todo puede ocurrir y donde al final nada ocurre porque la gente va de paso y sólo quiere detenerse a echar una meada, poner gasolina y tomarse un café o un pincho de tortilla. A veces uno tiene que parar el coche, no puede hacer el viaje de una sola tacada y necesita repostar. Necesita que el cuerpo tome alimento y bebida y que el vehículo trague ese combustible cuyo precio está por las nubes. Y uno entra en una de esas cafeterías donde la gente con aspecto somnoliento y cansado hace cola para comer una porción de tarta de chocolate o un bocadillo de lomo con pimientos, o para entrar a los servicios, que siempre están recién fregados o, por el contrario, malolientes y llenos de desperdicios. Allí están los viajeros, han hecho su pausa, deben tomar aliento y seguir on the road. En algunos locales de carretera hay división entre fumadores y no fumadores. Los segundos parecen apestados, recogidos en salas diminutas donde hiede a humo y a ceniza, donde los confinan como a enfermos.
Uno pide su café. Solo. Con leche. Cortado. Lo que sea. Se lo lleva a una mesa, a beberlo con calma. Tal vez uno sea el copiloto o el conductor de un coche o puede que sea un pasajero de autobús, harto de la calefacción y de la mala película que han puesto en el televisor del vehículo. Pero, en cualquier caso, uno está cansado y necesita un respiro. Y no es por el viaje, aunque también. Sino porque, en la carretera, uno tiende a hacer recuento. De los problemas diarios, de las angustias nocturnas, de los escollos semanales, del trabajo, de esto y de aquello. Uno se sienta, rasga el sobre de azúcar, lo echa en el líquido y le da vueltas con una cucharilla. Entonces mira alrededor y todo el mundo tiene la misma expresión. Cansancio. El viaje purifica en cierto modo porque los ojos se ensanchan mirando cielos y paisajes, pero también resulta agotador debido a ese recuento mental de escollos y tribulaciones. Los problemas se acumulan en los hombros y en la base del cuello y es en ese instante, sentado allí, en una mesa con manchas de un restaurante de carretera, con otros viajeros en torno que asumen también las duras noticias de su rutina, dando vueltas con la cucharilla a un café de máquina, cuando uno se pregunta por el sentido de su vida.
En esa tierra de nadie, en esa frontera donde todo parece estancado, a pesar del vaivén de los viajeros que vienen y van, no hay problemas. Allí, el viajero no tiene jefes ni horarios de trabajo ni compañeros de oficina ni vecinos ni conocidos con los que cruzarse. Allí no hay electrodomésticos que se estropeen, ni un buzón con facturas, ni correos electrónicos con noticias pésimas, ni los malos rollos que uno ve en la calle o en la cola de la pescadería. Allí no hay nada de eso. Sólo está la gente de paso, gente que emplea apenas unos minutos en esa pausa y luego retoma el camino. Sólo está tu café, los pensamientos dando vueltas y la carretera ahí fuera. Tal vez entonces pienses en aquel vagabundo al que viste un día, quizá en este mismo local en el que estás sentado. Se dedicaba a vivir por aquí, en esta frontera entre ciudades, con los ojos puestos en alguna ensoñación y una manada de moscas en torno a sus hombros y a las migas prendidas en la barba. Tal vez pienses, en un instante de debilidad, que deberías apagar el móvil o arrojarlo al arcén, y empezar a vivir en la frontera, como el vagabundo, encerrado en tu mundo. Luego acabas el café de un trago, te pones en pie y sales en busca del coche o del autobús. A seguir viajando. A seguir luchando.