Una situación muy deprimente es pasar la primera noche en un piso cochambroso en el que vas a alojarte durante unos cuantos meses. Volvemos hoy a otra de las historias de Aleksandar Hemon: en el relato “Blind Jozef Pronek & Dead Souls”, de claro corte autobiográfico, el protagonista llega a Chicago y se aloja en casa de una amiga a la que conoció en Ucrania. El piso es de ella, y lo comparte con un novio con el que ya ni siquiera mantiene relaciones. Incluso se atreve a llevar amantes, ante la estupefacción de su pareja. Pronek, álter ego de Hemon, entra en un piso dominado por la mugre y la cochambre. Con el salón atestado de cajas de hamburguesas vacías y de recipientes de refrescos, con ceniceros de los que rebosan colillas, con manchas de ketchup en las paredes, el fregadero de la cocina atascado por el moho y la vajilla sucia. Mediante esa descripción notamos el desamparo de Jozef. Está claro que salir de su tierra, viajar a un país con otra lengua y alojarse en un piso lleno de basura mientras en los noticiarios sale su pueblo masacrado por los obuses y las balas de los francotiradores, no es un paso hacia la felicidad. Más adelante, busca trabajo, reúne algún dinero y alquila por su cuenta otro pequeño apartamento, con pocos muebles y una prole de cucarachas que corretean por la casa.
Dichos pasajes del relato recuerdan a los lectores lo que significa meterse en casas ajenas, en pisos de alquiler para estudiantes, en buhardillas que nos prestan y cosas así, cuando esos pisos son ricos en grietas, platos sucios, agujeros en las paredes y valerosos insectos. Porque la primera noche es la más dura. Cuando uno apaga la luz y el peso de las sombras y la tristeza de las paredes se le cae encima y lo ahoga, impidiendo que duerma un sueño plácido y reparador. En muchas películas vemos esa situación. El hombre (o la mujer) que alquila un piso barato y luego, una vez recibido el juego de llaves, se planta en medio de la soledad y el desamparo del cuarto principal y se deprime. Lo más duro es soportar la primera noche. A la mañana siguiente, conviene salir a comprar productos de limpieza y algunos adornos para las paredes. Cualquier cartel o foto que encubra un poco los muros. Esa situación también se da en “El puente desafinado. Baladas de Nueva York”, del que hablé hace poco. En cuanto se hace uso de la escoba, la bayeta y la fregona, y se ponen los pósters en las paredes, la cosa cambia. Uno ha convertido un agujero infecto en una especie de simulacro de hogar. Lo justo para no desmoronarse y seguir adelante.
En los pisos que habité cuando era estudiante en la universidad, la sensación del día inicial era idéntica. En el primer piso en el que estuve me deprimí un poco, al principio. La ventana de mi cuarto daba a un patio interior sucio y maloliente. Las paredes de la habitación estaban acribilladas de grandes agujeros. Daba la sensación de haber sido tiroteada por un gangster con metralleta. Pero la realidad era que los agujeros provenían de los anteriores estudiantes: jóvenes que instalaron sus estanterías, hicieron agujeros en los muros y más tarde, cuando abandonaron la casa, se llevaron esos muebles y dejaron la pared como un colador. En las esquinas había grietas. La persiana se estropeó el primer día, y tuve que repararla por mi cuenta y sin apenas herramientas. No había adornos. Los muebles eran viejos. Uno llega, deja el equipaje, mira alrededor, admite que debe vivir allí durante los próximos nueve meses y se deprime. La primera noche es horrible. Al día siguiente se pone manos a la obra. Y con unos cuantos carteles y un poco de limpieza transforma aquello en algo habitable.