Basta que uno se dé una vuelta por Santa Clara, o por la Plaza Mayor, o por algunos garitos nocturnos de Zamora, para encontrarse a la gente del pasado. Amigos con los que has perdido el contacto, antiguos compañeros de clase, colegas de la misma generación, tipos con los que un día compartiste confidencias, botellas y chistes. Pero, de entre todas esas amistades del pasado, siempre faltan unas cuantas caras a las que a menudo echas de menos. Son las personas que han emigrado y con quienes ya no es fácil encontrarse. ¿Qué fue de aquel tipo con el que salíamos en panda, cuando sólo éramos unos críos que montaban en bicicleta?, se pregunta uno. ¿Por dónde andarán mis colegas de pupitre de los tiempos del instituto? ¿Habrán encontrado trabajo en algún periódico aquellos compañeros con los que antaño me divertí y confabulé en la universidad? ¿Quiénes se han casado y quiénes no? ¿Quiénes dan tumbos y cuántos han detenido su marcha para echar raíces en otras tierras? ¿Tienen hijos? Yo me hago estas preguntas a menudo. Ahora es más fácil encontrarse unos con otros. Ahora tenemos Facebook, por ejemplo. Tenemos los blogs, la prensa digital, las páginas web, el Flickr, los fotologs. Y aún así no siempre hallas los girones del pasado, los rostros de quienes se mudaron de ciudad hace tiempo.
Uno de mis colegas de instituto fue José Luis Calvo. Un amigo que entonces siempre tenía una sonrisa en la boca, alguna propuesta ingeniosa en la mochila y, con el tiempo, un entusiasmo casi febril por el montañismo. Dejamos de encontrarnos hace muchos años, no sé cuántos. La gente cambia de ciudad y los caminos terminan separándose. A veces, en Zamora, me encuentro a Julián Calvo, su hermano. Ambos siempre me han parecido gente sana, gente con carisma, gente agradable. Le pregunté un día por José Luis. Me dijo que andaba por el sur, que su novia era poeta, que escribía muy bien: ella había publicado algunos libros. Quedamos en que me escribiría para darme las señas de su hermano y los datos de su chica. La historia quedó ahí, en espera, con ese e-mail pendiente. Todos posponemos este tipo de cosas, así que no le culpo. A mí me sucede a menudo. Me sucede incluso con la familia, que me reprocha que no llamo ni escribo. Tienen razón. Todos somos un poco olvidadizos.
Ahora es cuando damos un pequeño salto en el tiempo, hacia delante. La red de amigos con intereses literarios comunes crece. Conozco a más gente relacionada con la literatura. Un día, David González y Vicente Muñoz Álvarez nos dicen: ambos han concebido sendas antologías de mujeres poetas. La de David saldrá en Bartleby Editores, con el título de “La manera de recogerse el pelo. Generación Bloguer”. La de Vicente, “23 Pandoras”, en Baile del Sol. Dada mi amistad impagable con ambos, decido hacer un par de vídeos con fotos de las chicas, para que se vayan asociando los nombres y las caras de las participantes. Descubro sus rostros. Una tarde, en Madrid, Carla Badillo, aún por tierras españolas, me cuenta que ha conocido en un recital a una de las escritoras de “23 Pandoras”: Carmen Camacho. Y que su chico es de Zamora. Carla le contó que ella conocía a varios zamoranos. Cuando dio mi nombre, él dijo que me conocía, que habíamos estudiado juntos. “¿Cómo se llama?”, le pregunté a Carla. No lo recordaba. Así que busqué el contacto de Carmen y probé suerte. Y sí: su pareja es José Luis Calvo. ¡Extraña manera de reencontrarnos! Es el toque de sal de la vida, cuando ocurren estos azares tan increíbles. Y aún hay más: Carmen publicará en Baile del Sol, donde yo también tengo un hueco para el próximo año.